Costa, héroe nacional
El próximo martes se cumplen cien años de la muerte del intelectual, el mayor representante del Regeneracionismo
FERMÍN DEL PINO DÍAZ (ANTROPÓLOGO DEL CESIC)
El martes 8 de febrero se cumplirán cien años de la muerte de Joaquín Costa (1846-1911), y ya diversas instituciones —fundamentalmente aragonesas— preparan el correspondiente y rendido homenaje durante todo el año. Debe efectivamente recordarse que se trata de una persona devenida popular en ... toda España, que por ello dio nombre a numerosas calles y plazas, y fue objeto de identificación propia de parte de la generación llamada del 98 (Azorín, Unamuno y Ganivet al frente) que lo usaron de héroe inspirador. Pero no solamente los intelectuales y escritores de éxito lo usaron para su propia cosecha (alabando sus ideas y su retórica), sino que fue toda la clase política y la opinión pública quien lo asumió como su representante, su héroe canónico. Tal vez por ello, su cadáver fue llevado en solemne recorrido (como otro tierno Galván, que curiosamente se permitió opiniones disonantes y hoy poco respetadas sobre Costa) hasta la misma puerta del cementerio zaragozano (sin atreverse a entrarlo, por tratarse de un crítico de la Iglesia y la monarquía). Ante la indecisión popular zaragozana, al poco sería tomado en volandas rumbo de Madrid, para ser traído en ferrocarril directo al Panteón de hombres ilustres de Atocha, donde reposan sus restos.
La clase política que se declaró costista era variada, porque incluía desde el entorno del general Primo de Rivera (para quien su hermano Tomás se encargaría de «retocar» y reordenar sus textos diversos, especialmente de agricultura y reformas político-económicas) hasta los opuestos republicanos, incluyendo a los mismos Azaña y Ortega, a pesar de sus escrúpulos e ironías. Y, por último, el propio régimen de Franco lo usó para nominar sus calles y avenidas, y para justificar sus planes hidráulicos y de desarrollo rural.
Es verdad, por tanto, que Costa ha sido visto por algunos herederos como signo de modernidad y ruptura con el pasado (de varios tipos: jurídico, historiográfico, literario...). Y yo creo que llevan mucha razón. Pero, para muchos otros (como ya hace tiempo para el propio Unamuno, Ganivet o Azorín y toda su generación periférica: Pidal, Altamira, Valle-Inclán y muchos abogados) Costa es el símbolo de la tradición nacional, muy críticos del olvido de los signos de identidad reconocibles. Y no es que ambos acierten o ambos se equivoquen, sino que —como todo objeto o sujeto de identidad, personal o colectiva— los héroes nacionales sólo lo son verdaderamente cuando representan todos los lados de los mismos herederos, y por ello son capaces de convencer a herederos diversos. Es un poco como los escritores clásicos, que logran atravesar la estela del tiempo y perdurar en la estima y actualidad generalizada gracias a que cada época que lo reclama ve algo propio en el mismo texto. La capacidad de evocar ideas y sentimientos vivos de parte de esos textos, siempre y en ambientes cambiantes, es la prueba del 9 de su trascendencia
No ocurrió otra cosa con otro héroe personal del que se conmemora también este año su centenario, el peruano José María Arguedas (1911-1969). El 19 de enero de 1911 nacía en Andahuaylas el célebre novelista y antropólogo, que gentes como Mario Varas Llosa reconocen como el escritor nacional. El propio gobierno peruano no ha dudado en declarar este año el año de Arguedas. Pero Arguedas fue objeto de intenso debate ideológico y familiar desde el mismo momento de su muerte. Para unos es un claro ejemplo de escritor comprometido, y ponen de prueba la gente de que se rodeó en sus años finales. Pero otros, como el propio Mario Vargas Llosa, consideran que su escritura expresa una «utopía arcaica», por defender la viabilidad moderna de la tradición popular y nacional. Efectivamente, la vida de Arguedas fue trágica por pretender con su escritura guiar los destinos amenazados del sector indígena y popular, y por no ser entendido verdaderamente en esta empresa hercúlea ni por el gremio literario (que lo consideraba poco moderno e ideologizado) ni por el sociológico (que reclamaban la expresión precisa de teorías sociales sobre el campesinado).
Pero Arguedas creyó ver en Joaquín Costa una inspiración, y visitó España en 1958, gracias a una beca de la Unesco, para elegir alguna de sus diversas comunidades tradicionales que pudieran servirle de comparación a la comprensión integral del Perú. Y la halló en la región de Sayago, vieja zona zamorana objeto de burla en el teatro clásico por su rusticidad aldeana. Joaquín Costa, gracias a su extensa de colaboradores, había probado que aquellas comunidades arcaicas que repartieron la propiedad de los bienes comunales (los pastos ganaderos de Aliste y la Muga) podían soportar mejor la adversidad económica que las que conservaban toda la tradición comunalista (Bermillo). Lo mismo ocurría en el viejo Perú.
Creo que este paralelo providencial entre dos hombres paradigmáticos, unidos intelectualmente entre sí por su exitosa tarea pluralista y su enorme eco popular, nos debe llevar a la prudencia a la hora de nuestro homenaje centenario. Los precedentes nos hacen a los hispanos veteranos celebrantes, y nos permiten mejor comprender finalmente que deben ser aprovechados no solamente para invertir en festejos y reediciones, sino también en una reflexión compartida y debatida, que nos permita de una vez asumirnos como somos. Una piel de toro que cada tarde se presenta con colores diversos. El viejo y rico patrimonio nacional de estos dos países (de los celtíberos y los incas-aymaras) no merece una celebración miope, presentista y partidista.
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