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CONMEMORACIONES Y BICENTENARIOS

«La celebración de los bicentenarios hubiera sido una excelente oportunidad para un debate serio. No por un afán erudito sino porque discutir sobre el pasado es siempre una forma de construir un futuro mejor»

POR TOMÁS PÉREZ VEJO

EL 11 de agosto de 2010 la selección española de fútbol se enfrentó a la mexicana en el estadio Azteca de la ciudad de México. El partido fue precedido de una cierta polémica ya que hasta el último momento se dudó si debido a problemas de calendario estarían algunas de las figuras ganadoras del último mundial de Suráfrica. Sorprende, sin embargo, el distinto tono de la polémica en los medios de comunicación españoles y mexicanos. Mientras que para los primeros pasó bastante desapercibida y se limitaron a discutir sobre asuntos futbolísticos, para los segundos, en los que el eco de la polémica fue mucho mayor, la discusión giró en torno a un problema político. Se había invitado a la selección española al acto deportivo más importante de los celebrados con motivo de la conmemoración del bicentenario de la independencia mexicana. Que no alinease su equipo de gala resultaba poco menos que una ofensa nacional.

Por supuesto que no fue un problema sólo de los medios, aunque éstos alguna responsabilidad tuvieran. Unos y otros se limitaron a reflejar una opinión pública que del lado español ignoraba, casi de manera absoluta, el motivo de la invitación: no se trataba de ver a los campeones del mundo sino de conmemorar la independencia. Desde el punto de vista mexicano se era plenamente consciente de que el partido poco o nada tenía que ver con la calidad de los futbolistas españoles. Era un gesto hacia la nación de la que hacía doscientos años México se había separado.

Como ocurre en otros muchos casos, el fútbol es un buen reflejo de un problema que va mucho más allá de lo deportivo, la realidad de unas relaciones completamente asimétricas, en la que España es importante para México y México irrelevante para España. Y me refiero al lugar ocupado por cada país en el imaginario del otro, no a esa vacua y sonrojante retórica con la que todo político español sale del paso: referencias a la comunidad iberoamericana de naciones, a los indisolubles lazos de la lengua y la cultura, o a la generosidad de México con el exilio español. Alguien debería explicarles que los tópicos a fuerza de repetirse acaban por no significar nada, que las «comunidades» no son realidades objetivas sino complejos entramados de memorias e intereses, basadas en una especie de plebiscito cotidiano, y que el mundo puede ser muy distinto visto de uno u otro lado del Atlántico. Incluso, o quizás sobre todo, cuando se usan las mismas palabras en el mismo idioma para describirlo.

Lo paradójico de esta relación asimétrica es que debería ser justo la contraria. España tiene mucho más que ganar y perder en ella que México. Estamos hablando de las relaciones económicas, políticas y culturales con el mayor país hispanohablante del mundo, 110 millones de habitantes. Es sólo un dato cuantitativo. Hablamos, además, de una nación con una extensa, dinámica y conflictiva frontera con los Estados Unidos, poseedor de una clase media relativamente numerosa, en general bien cualificada y de alto nivel de consumo. Con redes científicas y de conocimiento de calidad internacional (la UNAM es la única de las universidades de habla española que aparece sistemáticamente entre las 100 primeras en calidad académica). Con una fuerte presencia de empresas españolas pero, a su vez, con multinacionales propias para las que España puede ser vista, o no, como una plataforma idónea de entrada a los mercados europeos. Con una cierta tradición de liderazgo regional, menos de la que algunos analistas mexicanos piensan, pero no por ello desdeñable. Con unas relaciones con España, lo español y los españoles especialmente complejas y conflictivas, parte del debate político interno más que del externo. Una nación en la que, por último, en los próximos años se van a dirimir dos conflictos centrales para el futuro de Iberoamérica: el reforzamiento del Estado o su deslizamiento, quizás irreversible, por el tobogán del populismo, la corrupción y la debilidad institucional, con resultados catastróficos para los intereses económicos españoles. Y en segundo término, la definición cultural de un área en la cual la pugna entre discursos indigenistas, más o menos radicales, y una matriz civilizatoria de raíz occidental, dista de estar resuelta. Aunque este último sea un conflicto aparentemente más etéreo que el anterior, España tiene también mucho que perder, pues el indigenismo en América Latina comporta siempre un fuerte sesgo hispanófobo.

La conmemoración del Bicentenario de la Independencia en 2010, que en el caso de México se solapó con el Centenario de la Revolución, el otro gran hecho fundacional de la nacionalidad mexicana, hubiera sido una magnífica ocasión para que la sociedad española se replantease sus relaciones mutuas. No ha sido así, entre otras cosas porque el gobierno español tomó una discutible decisión: España debía limitarse a «acompañar» a los países americanos en las celebraciones, a comportarse como un invitado del que se esperaba que fuese bien educado y no molestase. Digo discutible porque finalmente los sucesos históricos conmemorados parten de un episodio que afectó al conjunto de la monarquía española, a uno y otro lado del Atlántico. Por lo tanto, todos los que vivimos en alguno de los estados-nación surgidos de aquel cataclismo —en mi caso, un español residente en México—, algo tendremos que decir. Más discutible aún resulta semejante actitud si consideramos que la historiografía reciente sobre las independencias ha insistido, con mayor o menor fortuna, en que las guerras que las acompañaron no fueron un enfrentamiento entre naciones (España de un lado y las americanas de otro) sino algo mucho más complejo y enrevesado, con claros componentes de guerra civil y bastante menos claros de guerra de liberación nacional. Una especie de revisionismo historiográfico radical, del que por cierto los historiadores españoles han estado casi por completo ausentes, que quita cualquier justificación a ese ingrato papel de convidado de piedra asumido por la España actual.

La decisión del gobierno contrasta, de manera llamativa, con la tomada en 1910, con motivo del primer Centenario, cuando la voluntad de escenificación del reencuentro fue clara, tanto del lado mexicano como del español y tanto en los discursos como en los hechos, en un momento, por cierto, en el que los intereses españoles en México eran bastante menores que los actuales. Pero tampoco se trata sólo de echar la culpa a una administración que se ha limitado a reflejar la incapacidad de la sociedad española para un planteamiento racional de sus relaciones con México en particular y con la América hispana en general. Una sociedad que oscila entre la prepotencia neocolonial y la mala conciencia postcolonial. Entre la confusión de la política española hacía América Latina con los intereses de las empresas españolas de una parte y el apoyo incontestable a cualquier causa revolucionario-indigenista como pago de supuestas culpas pasadas y presentes, de otra. Todo ello en el contexto de una profunda ignorancia sobre un pasado compartido, infinitamente más rico y complejo de lo que simplistas interpretaciones nos han querido hacer ver. La celebración de los bicentenarios hubiera sido una excelente oportunidad para un debate serio. No por un afán erudito sino porque discutir sobre el pasado es siempre una forma de construir un futuro mejor. Las conmemoraciones han pasado prácticamente desapercibidas para la opinión pública española y la ausencia de reflexiones sobre el significado de lo que se estaba celebrando ha sido casi absoluta. Al menos Vicente del Bosque decidió llevar a México al equipo titular del mundial.

TOMÁS PÉREZ VEJO ES PROFESOR-INVESTIGADOR EN LA ESCUELA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA DE MÉXICO

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