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«DíaS DE VINO Y ROSAS»

Ambos mundos

«Hoy ocupa su lugar una librería —bonita metáfora— y el único resto que se conserva de aquel templo es el antiguo cartel anunciador de la entrada»

ABC

POR MANUEL PALENCIA

A la cantina Ambos Mundos se accedía desde la calle Martín Gamero. Era necesario detenerse en el umbral hasta que tus ojos conseguían adaptarse a la claridad que se filtraba miserable por entre las junturas de unas ventanas mohosas y eternamente entornadas. A lo largo de los dispersos haces de luz podías ver flotando un polvo de siglos que parecía impenetrable y compacto, envolviéndolo todo y dotando al local de una atmósfera fantasmagórica y decadente.

Al principio sólo veías algunos brillos sobre la antigua barra de acero y cinc —auténtica pieza de museo— que adornaba la pequeña sala. Luego, poco a poco, comenzaban a tomar forma los bultos difusos de los parroquianos que despachaban con parsimonia sus chatos de vino y, por fin, encontrabas a Eladio y Justina tras la barra con sus amables rostros de ajadas y enigmáticas esfinges.

Recuerdo cómo la tranquilidad de aquel lugar flotaba en el ambiente de tal manera, que a veces el único sonido que se escuchaba al entrar era el de la lengua de agua que brotaba de un lateral de la barra y servía para mantener en eterno remojo las bocas de los vasos alineados como un pacífico ejército sobre el cinc.

Mis amigos y yo atravesábamos discretamente con un buenas tardes como única arma —sólo teníamos dieciséis años— aquel espacio ajeno que olía siempre a vino rancio y tabaco negro, y tomábamos posesión de una segunda sala más adentro donde, sentados en ancianos taburetes de madera, Sandra, Amaranta, Arturo y yo; congregados en torno al frío mármol de aquellas mesas de cafetín, disertábamos durante horas sobre Literatura y Ocultismo, dándonos calor en un dulce arrebato comunicativo que tenía la confesión como su más místico sacramento.

Los libros de Carlos Castaneda, Lovecraft, Fulcanelli, Boris Vian o Walt Whitman se convertían así en objetos de culto y veneración tan profundos, que nos hacían sentir la ingrata pertenencia a un apostolado marginado, oscuro, apócrifo, en el que el bazo adobado, la Mirinda y los botellines se transformaban en un pan y un vino blasfemos con los que todos comulgábamos entusiastas, y de los que nos servíamos libremente cada uno, con solo abrir los arcones refrigerados que descansaban al fondo de aquella sacristía.

De vez en cuando Eladio desempolvaba algún viejo disco de Carlos Gardel y lo hacía girar en un renqueante trasto que él llamaba gramolilla, para dejar que corriesen por el apolillado aire esos tangos apresurados y lascivos que tanto nos gustaban a todos. Entonces sacaba a bailar a Sandra o a Amaranta, y en aquellos torpes movimientos dejábamos impreso, y aún hoy indeleble, el romántico deseo de nuestros bohemios y afiebrados corazones.

Era evidente que en aquel local, y como bien anunciaba su nombre, existían dos mundos muy diferentes: el de los parroquianos de todos los días, sosegado y pacato, y el nuestro, vertiginoso y arrabalero. Ambos mundos coexistían.

Hoy ocupa su lugar una librería —bonita metáfora— y el único resto que se conserva de aquel templo es el antiguo cartel anunciador de la entrada, colocado en lo alto, por dentro, a la salida de la librería. Yo, cada vez que lo veo, esbozo una sonrisa cómplice que dedico a mi memoria; además he sabido recientemente que en Buenos Aires (¿por qué en Buenos Aires?) existe otra taberna con el mismo nombre. Habría que preguntar a Eladio si es que estuvo allí.

Luego, al salir del local, era suficiente colocar sobre la barra, ante los cansados ojos de Justina, las chapas resultantes de nuestra francachela para poder abonar el importe de las consumiciones. Nunca desconfió de nosotros y nosotros nunca la engañamos. Una tarde gris, al marcharnos de allí, Sandra deslizó en mi bolsillo este poema:

A veces voy a la casa donde no viviremos,

miro las ventanas que nunca abrirás

y con los hijos que jamás tendremos

bajo hasta el río y les hablo de nosotros.

Esta debe de ser la calle que no pisaste

porque no encuentro la puerta donde te has perdido

y a estas horas, en esta esquina,

pienso en ti hasta ensangrentarme

por querer sólo en días de lluvia

recordar tu nombre.

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