Mucho más que el pintor de la Movida
Análisis
ÓSCAR ALONSO MOLINA
En mitad de la celebración de la Nochevieja recibimos la triste noticia de la muerte de Sigfrido Martín Begué (Madrid, 1959-2010), quien por unas pocas horas no llegó a ver el nuevo año recién estrenado. Fue la primera llamada que ... recibí el día 1: me despertaba, muy afectada, su íntima amiga, Eugenia Niño: Sigfrido ya no estaba entre nosotros. Artista imprescindible de la escena madrileña durante los años ochenta, su figura ocupó un lugar difícil de encasillar dentro del panorama artístico de su generación, con respecto a la cual osciló desde una inicial e ineludible posición referencial, deslumbrante y desenvuelta como pocas, aceradísima y mirada con auténtica fascinación por casi todos, a otra más reticente y crítica, a contracorriente, desde la cual demostraba su extraña y única ejemplaridad, más solitaria de lo que habría cabido prever en principio.
En efecto, Sigfrido compuso entre su vida y su obra un personaje complejo y fascinante, completamente excéntrico al mundo de estándares y gestos estereotipados que, con el discurrir de los ochenta, empezaron a caracterizar a buena parte de sus compañeros de promoción. Él, sin embargo, cultivó con pleno convencimiento su imagen culta y refinada hasta un extremo que quizá sólo pueda compararse con el de sus compañeros Carlos Alcolea o el propio Javier Utray, también ellos desaparecidos prematuramente. Con ellos compartió tantas cosas, tantos encantos y excesos...
Dueño de una cultura mundana y literaria como ya pocos artistas poseen, él era una fuente inagotable de citas, recuerdos, datos y anécdotas de lo más sustancioso; de libros leídos, ciudades visitadas, edificios o jardines paseados, películas, óperas, ballets, pinturas, planos, cartas, copas y farras... Más que como escenógrafo, pintor o arquitecto, yo creo que lo recordaré como un conversador de primera, ejerciendo este arte anacrónico como un pugilista que buscara siempre dejarte k.o. ¡Y vaya si lo conseguía!
Siempre encorbatado y sabiamente conjuntado, con su cuidado flequillo, era un genial rara avis, cosa que más que afectarle le permitía dominar cualquier situación. Sin embargo, veo que las notas que aparecen en estas horas por la Red sobre su desaparición conducen casi todas a recordarlo como «el pintor de la Movida madrileña». Pero no puede ser sólo así —que también—, como ya quedó demostrado hace exactamente diez años, cuando Vicente Jarque repasó en las salas del Conde Duque lo mejor de su producción pictórica, habiéndose consolidado ya para entonces una personalidad plástica indiscutible, fuera de toda etiqueta colectiva y simplificación. No obstante, quizá el que más cerca estuvo de lograrlo fuera el mítico Mauricio Calvesi, precisamente otros diez años antes, al incluirlo en 1991, junto con Guillermo Pérez Villalta y Carlos Forns Badá, como únicos representantes españoles en su intento por organizar «Un'alternativa europea» por la vía de la pittura colta , los hipermanieristi y el anacronismo, que tanto le pegaban.
Pero Sigfrido se expandió sobre cualquier territorio posible abierto a sus creaciones: de la arquitectura que estudió en Madrid (llegando a trabajar con Pedro Feduchi, Luis Moreno y Álvaro Soto) a los decorados escenográficos, pasando por el montaje de exposiciones inolvidables. Al tiempo, se dejaba caer cuando le requerían por la cartelística, el diseño de muebles o de alfombras, la joyería, una falla o una carroza de cabalgata de reyes, qué se yo... Su biblioteca, como sus lecturas, es algo que en algún momento alguien debería estudiar en profundidad —quizá alguno de sus alumnos en la Facultad de Bellas Artes de Cuenca—, para que seamos del todo conscientes de a quién hemos perdido.
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