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Columnas / CAMBIO DE GUARDIA

La factura ecológica

Aquellos bucólicos ecologistas, tan monos ellos, vuelven a mi memoria cada vez que me llega la factura eléctrica

Día 29/12/2010
SUS devotos lo llamaban «el rey Ludd», King Ludd. Puede que, en realidad, ni haya existido aquel legendario Ned (otros dicen que John) Ludd sobre cuya leyenda cristaliza, en el final del siglo XVIII, la primera investidura del santoral obrero que marca al naciente socialismo, antes de que Karl Marx haga añicos sus ensoñaciones. Existieron los ludditas, en todo caso. Fueron una expresión extrema de la desesperación que produce siempre ver desaparecer el mundo propio. Y no saber qué hacer con el que ya lo ha reemplazado. Soñar —o alucinar, no hay tanta diferencia— con invertir el giro despiadado de los relojes ha sido siempre uno de los más conmovedores anhelos humanos. Y el más trágico. Walter Benjamin, al final de su vida, le daba imagen grandiosa en el absurdo de los revolucionarios que disparan contra los relojes de las torres. Pero el tiempo es más despiadado que cualquier bala.
La idea de los ludditas, a partir sobre todo de 1811, era de una emotiva sencillez: las máquinas destruyen el bello saber hacer del artesano; destruyamos las máquinas. Lo hicieron. A lo largo de dos décadas, en los telares mecánicos cifraron ellos la huella de Satán contra los hombres. Nottingham, Lancashire y Yorkshire vivieron una guerra civil que dio al ejército británico más ocupación que las guerras napoleónicas. Del saldo deja melancólica cuenta Marx en la sección cuarta del libro I del Capital: «La destrucción masiva de máquinas en los distritos manufactureros ingleses durante los 15 primeros años del siglo XIX, a consecuencia de la explotación del telar a vapor, ofreció, bajo el nombre de movimiento luddita, al gobierno el pretexto para aplicar las medidas represivas más reaccionarias». Con las máquinas, los ludditas destruían la única posible fuente de supervivencia obrera.
Así nosotros. Nuestro mundo vive, desde el inicio de los setenta, en la certeza de que el petróleo no puede seguir siendo la base energética del planeta. Monopólico, caro, insuficiente, es una fuente de energía llamada a extinguirse, a la manera en que dejó de ser rentable el carbón. Y no existe más que una alternativa racional al petróleo: las centrales nucleares. A nuestro lado, Francia, que apostó por ellas, posee la electricidad más barata de Europa. Y no depende de nadie. Nosotros dependemos de Francia que nos vende esa electricidad nuclear, de la Argelia en permanente amenaza islamista y de la gangsteril Rusia de Putin, que nos venden gas y crudo, además, claro está, de la compartida dependencia mundial respecto de las atroces tiranías que controlan el petróleo del Golfo.
La peculiaridad es que aquí el desarrollo de las centrales nucleares lleva tres décadas paralizado. Desde que ETA consiguió, con el asesinato de Ryan y el cierre de Lemóniz, la mayor victoria de su historia, tal vez la única. Y nuestra mayor ruina.
Allá por los setenta les reíamos las gracias a aquellos bucólicos ecologistas, tan monos ellos, con sus florecillas y sus infantiles carteles de «¡Nuclear no!» Treinta años después, vuelven a mi memoria cada vez que me llega la factura eléctrica. No con una sonrisa. Dice el clásico que quien quiere hacer el ángel acaba haciendo el bestia. Y alguien paga. ¿Quién? Nosotros.
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