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Columnas / UNA RAYA EN EL AGUA

Cuatro millones

Las víctimas del paro permanecen orilladas en su desolación con riesgo serio de que se cronifique su tragedia

Día 27/12/2010
REAPARECIERON de golpe en Nochebuena a través de las palabras del Rey, como una procesión de desheredados que irrumpiese en los hogares del bienestar en busca de un ápice de solidaridad o de amparo. Los cuatro millones largos de parados habían quedado desplazados del discurso oficial de la política, cargado de bonos financieros, de pensiones, de mercados, de déficit, de diferenciales de deuda, de graves conceptos estratégicos que han opacado la realidad lacerante del drama humano de la crisis. La cara y los ojos de un país en quiebra social se han diluido en las urgencias del debate público como si fuesen parte de un oscuro paisaje que todo el mundo se ha acostumbrado a contemplar como telón de fondo. Y de repente asomaron en boca del Monarca con todo su esencial protagonismo dramático: los jóvenes sin futuro, los empresarios hundidos, los autónomos asfixiados, las familias enteras sin empleo. La dolorosa letanía de las víctimas de la recesión que el fragor político ha recluido en la gélida enumeración de las estadísticas.
El carácter mutante de la crisis obliga a los dirigentes públicos a enfrentarse con variables tornadizas que atacan los diferentes flancos de una economía sin respiros. El desplome inmobiliario, la deuda externa, el sistema asistencial, el control del gasto o los ajustes fiscales son facetas de un mismo problema común que va cambiando de cara como un caleidoscopio siniestro, pero mantiene como consecuencia última una devastación social que tiene en el desempleo su expresión más amarga. En la lucha contra esa hidra multicéfala la clase dirigente olvida a menudo el rostro vivo de las víctimas, que permanecen orilladas en su desolación con riesgo serio de que se acabe cronificando su tragedia. El paro fue constante motivo de alarma mientras crecía en proporciones dramáticas, pero al estancarse ha perdido actualidad y se ha relativizado frente a las nuevas prioridades convirtiéndose en una simple preocupación recurrente, en un dato estructural. Sin embargo sigue ahí, donde estaba, en una altísima tasa inaceptable para un país desarrollado, una catástrofe que devasta los cimientos de la estabilidad y arrasa cualquier expectativa de crecimiento. Y no sólo porque sus cargas financieras arruinan el balance del Estado sino porque su coste social liquida el capital moral de la esperanza colectiva.
Sin esos cuatro millones de españoles arrojados extramuros del sistema productivo no hay horizonte nacional posible. Su rescate, su devolución a la dignidad del trabajo, constituye la principal prioridad de la acción política. Ha sido el Rey el encargado de recordar esta evidencia cuando la propia dimensión de su gravedad empieza a volverla transparente ante la opinión pública. No se trata del paro sino de los parados, que en medio de la voluble actualidad de una crisis inabarcable continúan esperando una respuesta.
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