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Las últimas de Tarazona

En Maluenda (Zaragoza) resiste el último de los cuatro conventos de carmelitas que había en la Diócesis de Tarazona. Se sostiene con la savia nueva de las vocaciones llegadas del extranjero

FABIÁN SIMÓN

roberto pérez

Viernes, diez de la mañana. El frío cala en la calle y también dentro del convento de las Carmelitas Descalzas de Maluenda, cerca de Calatayud. Se ven radiadores, pero la calefacción no está encendida. «Hoy le he dicho a una de nuestras hermanas peruanitas que podíamos ir poniendo la calefacción, pero me ha dicho que no, que aún no hace mucho frío». Quien nos habla al otro lado de la verja, en la sala donde reciben a las visitas, es la priora del convento, la madre María Concepción del Niño Jesús. No hay termómetro visible, pero probablemente no marcaría más de diez grados en la estancia. Aunque haya que hacer filigranas para ajustar los gastos, la priora nos aclara que si aún no han encendido la calefacción no ha sido por eso: «Lo hacemos por amor a Dios, porque queremos ser pobres y austeras, vivir la vida que el Señor vivió». Le sonríe la cara al decirlo.

Maluenda es el último convento de carmelitas descalzas que queda en activo en la Diócesis de Tarazona, donde había cuatro hasta hace pocos años. En los tres últimos lustros fueron cerrando el que había en Calatayud y los dos que existían en la localidad de Tarazona. La falta de vocaciones los condenó a desaparecer. El proceso siempre es el mismo en estos casos: un convento se queda con pocas monjas de edad avanzada, incapaces de valerse por sí mismas; al final la necesidad se impone, la congregación correspondiente las traslada a otras comunidades y el convento cierra.

Las españolas, octogenarias

La pena aprieta en el alma de quienes viven esta situación, y en ese momento —nos explica la priora de Maluenda— la fe ayuda a pasar el mal trago. Ella no lo ha vivido en primera persona, pero sí que ha compartido ese dolor con las ancianas carmelitas que hace diez años tuvieron que dejar el monasterio de Calatayud. «He estado muy cerca de ellas y lo he sufrido mucho. El convento es nuestra casa, la amamos... El corazón es de carne y donde vive, allí arraiga».

Un buen número de conventos de clausura resisten gracias a la inmigración, a las monjas llegadas de otros países, sobre todo de Hispanoamérica. Si no fuera por estas vocaciones, la vida de la clausura se mantendría a duras penas a estas alturas. En Maluenda hay catorce carmelitas, cinco de ellas peruanas. Las nueve españolas tienen más de 80 años; las peruanas, 27, 28, 30 y 49 años. Hay monasterios en España de esta misma orden en los que son amplia mayoría las monjas llegadas del extranjero. Cuenta la priora de Maluenda que sabe de uno en el que «hay dos españolas y once peruanas».

Es una realidad que nunca se pudieron imaginar quienes, como la madre María Concepción, ingresaron en el Carmelo hace más de medio siglo. Ella llegó en 1952, con 25 años. Era una joven de capital, nació y se crió en Zaragoza, estudió Bachillerato, aprobó unas oposiciones y trabajó en las oficinas de la organización sindical de la época, en el centro de Zaragoza. Pero tenía claro que, en cuanto pudiera, se convertiría en carmelita descalza, en la vida de la clausura que conocía desde niña porque «vivíamos en la calle Larripa y allí mismo estaban los padres carmelitas». «Dios llama, y cuando lo hace hay que seguirle, no puedes evitarle». Lo relata de nuevo con una sonrisa, con la felicidad de haber sentido la fuerza de esa llamada.

En aquella época, relata la priora de Maluenda, «era raro el año que no entraban en el convento una o dos jóvenes. Cuando ingresé yo, en tres meses entramos tres. Estábamos deseando que sonara la campana del convento para poder entrar». ¿La campana?, le preguntamos. «Sí, la campana... el toque que se hacía cuando fallecía una monja». ¿Tan fuerte era el deseo de entrar como para desear que muriera una monja? «Bueno —nos contesta—, tanto como eso..., pero sí, sí, teníamos ganas porque así por fin había una vacante y entrábamos en el convento».

Una década después, el número de vocaciones ya empezó a decaer, y en poco tiempo lo que antes era algo habitual se convirtió en excepción. Cada vez eran menos las jóvenes que estaban dispuestas a dedicar su vida a la clausura. En el convento de Maluenda, por ejemplo, la última española que ingresó lo hizo en 1975.

«Somos muy felices»

La vida en un convento de clausura es dura. Austeridad, dedicación absoluta a la oración y al trabajo, renuncia a las comodidades materiales... En plena era de la globalización, de las tecnologías, de internet, tras la puerta de este monasterio lo que hay es silencio, quietud, calma y sencillez absoluta, rotunda. El tiempo parece haberse detenido en un día a día que dista poco del que transcurría siglos atrás, cuando se fundó esta comunidad del Carmelo en Maluenda. «La puerta es la original de cuando se construyó», nos indica con orgullo la priora señalando las hojas de veterana y bien cuidada madera que dan paso al claustro del convento. ¿Con tan poco, con una vida dedicada a la oración y al trabajo, con tanta austeridad, son felices hermana? La madre no duda ni un segundo: «Claro que lo somos. Si no fuéramos felices aquí no se podría estar, y estamos porque lo deseamos. Tenemos todo lo que necesitamos, porque la necesidad no tiene ley».

Respecto a la falta de vocaciones, que se tiene que suplir con las que llegan de otros países, la priora del monasterio de Maluenda cree que se debe al materialismo que se ha implantado en la sociedad y que ha ido minando la religiosidad. «La gente de la calle no tiene la culpa —reflexiona—. Lo que ocurre es que han quitado a Dios de la cultura. Cuando nos va bien nos creemos poderosos y suficientes, pero cuando te das cuenta de lo poco que eres y vuelves los ojos a Dios... Creerse uno que se vale a sí mismo es una equivocación».

En este convento bordan lo que se les lleva, lavan y preparan ropa que les llega desde las parroquias, y también tienen su propia huerta. «Teníamos mil árboles, pero ya no podíamos conducir el tractor —nos explica la madre María Concepción—, los precios a los que se vendía la fruta no daban de sí y también faltaba mano de obra, así que tuvimos que ir dejando la explotación y la reducimos a unos cuantos melocotoneros, manzanos, ciruelos y perales».

Están al día de lo que ocurre en el mundo a través de lo que hablan con sus familiares y de quienes las visitan. En el convento no hay aparato de radio, ni lo echan de menos. Televisor sí, pero pocas veces lo encienden. «La última vez fue para seguir la visita del Papa a España. Programas profanos no vemos ninguno. Solo la Santa Misa del domingo si alguna hermana enferma lo desea, y poco más. Desde que nos han puesto otro mando más —se refiere al de la TDT— me veo negra para que salga el programa que tiene que salir», cuenta con gracia la priora. «Eso sí, me pongo delante de la tele y hasta que no doy con lo que tenemos que ver no me quito y lo vemos todas», por si aparece alguna escena que considera inapropiada. Lo cuenta con simpatía, alejada de cualquier tono de censura.

Ha pasado el mediodía. Hemos compartido con estas carmelitas la oración del Ángelus y nos despedimos. Tras los muros sigue la vida de este convento del siglo XVIII. Seguirán trabajando en la clausura, y rezando. «Nuestra misión es rogar por la Iglesia y por el mundo, también por los pecadores que no rezan. Y por los políticos —apunta al final la priora—, para que los que legislan vean lo que es la verdad».

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