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Columnas / PERSPECTIVA

Tamaño y responsabilidad

El Gobierno no tiene capacidad para convocar un gran acuerdo nacional y se contenta con jugar al despiste

Día 19/11/2010
CON las crisis se pierde el sentido común, la proporción de las cosas. Como además suelen producir cambios políticos, el debate racional se sustituye por el visceral. En las democracias maduras, esa tentación natural de la desesperación se ve coartada por la fortaleza de la hemeroteca y la sana tradición de exigir y rendir responsabilidades por las palabras y acciones propias. El mitificado Tierno Galván le hizo un flaco favor a la democracia española al establecer como verdad categórica que las campañas electorales están para decir estupideces y las promesas, para ser incumplidas. Aunque, bien mirado, no hacía más que extender a la democracia la vieja tradición latina de que las leyes están hechas para no ser cumplidas y para ser aplicadas solo a los enemigos.
Como subproducto de esa mentalidad, un candidato xenófobo y racista puede hacerse pasar por progresista y su partido seguir en el gobierno sin más pena que un pequeño titular crítico y sin que nadie le retire la palabra. Un ministro del Interior famoso por rasgarse las vestiduras ante un presunto ocultamiento y su consiguiente utilización política —digo presunto porque fue radiado en tiempo real— puede aceptar sin inmutarse la sesgada versión oficial de un gobierno amigo, siempre que no sea el español, y justificar la expulsión de testigos molestos, periodistas para más señas, alegando con total desparpajo razones de Estado, y nadie le exige lealtad a sí mismo. Una ministra de Cultura cuyo mérito principal consistió en resucitar el discurso sartriano de los intelectuales comprometidos puede transformarse en jefa de la Censura y pedir conocimientos antes de opinar a esos mismos intelectuales. La pérdida del sentido común no se limita a la izquierda, que se agita en un largo y truculento fin de régimen, sino que se ha contagiado a parte de la derecha, asaltada por las prisas. El vídeo-juego de los marcianitos emigrantes es mucho más que una estupidez, pero se despacha con juegos de palabras en la seguridad de que la sociedad española sabrá perdonar. Siempre he pensado que los políticos españoles estaban mal pagados. Empiezo a pensar que también ellos necesitan flexibilidad laboral para romper ese acuerdo tácito de bajos salarios y baja productividad que paraliza a la sociedad española.
Alguien se puede sentir defraudado porque este artículo no es un análisis de la crisis de la deuda soberana europea. Pero de hecho lo es, a mi manera. Porque se trata de una crisis de credibilidad. España es sospechosa de no aceptar las reglas de juego, de aplicarlas a voluntad, de escurrir el bulto a la hora de los compromisos y estar siempre presta en el momento del reparto. Obras son amores y no buena razones, nos dicen desde la puritana y calvinista Europa central. Contestamos con más argumentos vacuos, más promesas vacías, más juegos florales. Porque la realidad política española está atascada. Suponiendo que tuviera voluntad, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero no tiene capacidad alguna para convocar un gran acuerdo nacional y se contenta con jugar al despiste y confiar en la lluvia. La oposición popular evita cualquier compromiso, instalada en la citada idea del viejo profesor. El resto de grupos políticos, nacionalistas o regionalistas, se limitan al «qué hay de lo mío». Y mientras tanto, el Tesoro español paga un 30 por ciento más por la deuda. Romper esta dinámica perversa exigiría elecciones inmediatas, pero los partidos confían en la escasa memoria de los votantes y en que España es un problema europeo y no podrá ser abandonada a su suerte. Justo lo que critican a los grandes bancos.
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