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Columnas / MONTECASSINO

La herencia de Felipe

Olvidamos la calamitosa situación en que se hallaba este país cuando González dejó el Gobierno en 1996

Día 09/11/2010
«ALGUIEN llegará que bueno le hará». Viejo dicho. Eso es probablemente lo que muchos españoles creen que se hizo realidad para Felipe González con la llegada al poder, ocho años después de su partida, de Zapatero. El absoluto disparate en que éste ha embarcado a España desde el primer momento tiene tales dimensiones que es comprensible que muchos recuerden hoy a González como un político de talla, estadista, culto y versado en el escenario internacional. Ante la ramplonería torpe y zafia de la tropa sectaria que asumió el poder en el PSOE en aquel congreso trampeado del año 2000, la generación de Felipe se antoja ya una especie de sanedrín socialdemócrata de lujo, repleto de gente con brillante historial académico, extensas lecturas y mundano saber estar. No deja de ser cierta en gran parte esta apreciación, como siempre nos demuestran miembros de esa generación cuando se manifiestan. Salvo Rubalcaba, el incombustible político, comodín para cualquier gobierno que requiera insidia, trifulca y guerra sucia, se han acomodado en su mayoría en la empresa pública y privada y no hacen mucho ruido. Casi todos demuestran que no sólo el tiempo y la experiencia los ha hecho razonables y menos sectarios. Que, incluso en bruto, tenían más categoría profesional, solvencia intelectual e incluso calidad personal que todos esos jenízaros y jenízaras que pululan en torno al Gran Timonel, todos aproximadamente de la categoría, solvencia y calidad de su líder.
D Porque el daño que los actuales gobernantes han hecho a España es tan inmenso y general, olvidamos la calamitosa situación en que se hallaba este país cuando González dejó el Gobierno en 1996 tras catorce años en su dirección. El paro venía a ser el que tenemos y nuestro desenganche de las economías de la Comunidad Europea parecía irreversible. Las tropelías contra el estado de Derecho, que comenzaron con la nacionalización y el saqueo de Rumasa, se habían extendido por doquier, desde la arrogancia del despotismo ilustrado que —vuelve a verse en la entrevista de marras— es la forma de gobierno en la que González cree. Mucho del lodazal actual es herencia suya. Sus chicos para todo en el aparato del Estado —esos que le preguntaron si volaban o no a la cúpula de ETA— siguieron allí más o menos tapados hasta el 11-M. Pringaron cuatro. Quedaron bien colocados mil. González gozó de impunidad hasta su final en las urnas, en una derrota ante José María Aznar que le infligió aquella humillación que siempre aflora tras su cinismo y su desprecio. Tuvo inmunidad gracias a la cobertura intelectual y moral de un aparato mediático que llegó a ser práctico monopolio de la verdad revelada del felipismo. Ahora, en ese mismo medio que le proporcionó coartadas para todo lo bueno y lo malo, González ha decidido confesarse un poquitín. Y para decepción de quienes aún le guarden cierto respeto, dice más de lo que cree. Si le quedaba algún ápice de grandeza a este hombre inteligente, se basaba en su silencio. Lo ha tirado por la borda. Debió hacer como su alma gemela francesa, Mitterrand, que se llevó a la tumba a sus cadáveres. A veces no es la opción ante un dilema moral la que define al hombre. Sino el dilema mismo. ¿Cuántas veces lo tuvo? Ordenó no matar en una ocasión. ¿Y en otras? Arrogancia incombustible es lo que refleja la entrevista. Y tristeza lo que infunde. Está claro. Fue él quien rompió aquí la brújula moral. Definitivamente, el despotismo ilustrado y cínico del
«estadista» fue el nido envenenado para las camadas del despotismo encanallado que nos gobiernan.
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