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Alemania, año cero

El historiador británico Giles MacDonogh revive el calvario de la población alemana en «Después del Reich»

AFP

SERGI DORIA

El final de la Segunda Guerra Mundial es la crónica expiatoria de una Alemania ligada por la opinión mundial al régimen criminal de Hitler. En «Después del Reich» (Galaxia Gutenberg), el historiador Giles MacDonogh bucea en aquella «culpa colectiva» que justificó para los vencedores las penalidades de todo un pueblo. Entre sus fuentes, quince volúmenes que el Willy Brandt de la Ostpolitik decidió en 1970 que aparecieran de forma cuasi clandestina: trescientas copias sin identificación bibliográfica. «Los consulté en la British Library: estaban en las estanterías de la pornografía», subraya MacDonogh.

Su libro, «no pretende excusar a los alemanes, pero no duda en poner en evidencia a los Aliados victoriosos por el modo en que trataron al enemigo en tiempos de paz, pues en la mayoría de los casos no se violó, mató de hambre o apaleó hasta la muerte a los criminales, sino a mujeres, niños o ancianos».

El Ejército Rojo trajo consigo el saqueo y la violación… Para protegerse de los rusos, explica MacDonogh, «las mujeres se cubrían de ceniza, caminaban renqueantes apoyándose en muletas o se pintaban manchas rojas para simular enfermedades… Pero los rusos no se mostraban demasiado selectivos y, por edad, las víctimas iban desde niñas pequeñas hasta bisabuelas». A esos desmanes, ya documentados en «Una mujer en Berlín», que publicó en 1954 el periodista Kurt W. Marek, aporta Mac Donogh testimonios sobre lo sucedido en Austria, Prusia Oriental, Pomerania, Silesia… Como denominador común, un comentario sarcástico de aquellos tiempos feroces: «Las mujeres habían sido violadas por los rusos, y luego tuvieron que servir de putas a los americanos». En Checoslovaquia los antiguos campos nazis volvieron a funcionar para acoger alemanes. El líder Benes ya lo advertía, sin importarle si los prisioneros eran antiguos nazis o antifascistas: «¡Ay, ay, ay, tres veces ay para los alemanes! ¡Vamos a liquidarlos!». Para checos y polacos con afán de revancha, «un alemán es un alemán».

Tras la división de Alemania, cada facción aliada se cebó con los derrotados. Los soviéticos seguían robando y violando; pese a la advertencia del general Patton, —«todos los nazis son malos, pero no todos los alemanes son nazis»—, los norteamericanos despreciaban a los vencidos, aunque no a sus mujeres (94.000 «niños de la ocupación»).

A la «culpa colectiva», que servía de coartada al «vale todo», se opusieron Karl Jaspers o Hannah Arendt, pero en los procesos de desnazificación no se diferenciaba entre inocentes y culpables. El trienio 1946-1948 estuvo marcado por la hambruna de siete millones de ciudadanos sin techo. Los alemanes comían perros, gatos, ratas, ranas… Un cigarrillo valía más que un billete de 100 marcos y equivalía a 115 gramos de pan.

La actitud de los norteamericanos cambió en 1948 con el Plan Marshall, mientras en la zona soviética se impuso el Partido Único. En agosto de 1949 se celebraban las primeras elecciones de la Alemania Federal y en octubre nacía la República Democrática Alemana. La Guerra Fría. Los alemanes, concluye MacDonogh, «no querían conocer su historia mancillada. Hartos del pasado, encontraron placer con la destrucción de sus ciudades…» La Hora Cero.

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