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Adrenalina de la incivilidad

Este sindicalismo no solo es un fósil de formulación inapropiada, sino un auténtico riesgo

Día 30/09/2010
NO hacían falta ni la insensata huelga general ni la incivilidad de los piquetes de ayer para llegar a la consecuencia de que el proceso de institucionalización de los sindicatos ya reclama un efecto de reversibilidad. Su irrepresentatividad y la acumulación opaca de recursos y disponibilidades ha llegado a tal extremo que va a ser la sociedad la que comience a exigir del sindicalismo más transparencia, menos agitación, más racionalidad y un espíritu de consenso que no sea un estricto simulacro de la presión y jornadas coercitivas como la de ayer.
En lugar de la capacidad de conciliación a la escandinava o del modelo de concertación alemana, en España hemos ido a parar a un sistema de cesiones y no de transacciones, en el que un sindicalismo conducido por líderes caducos mantenía una parcela de privilegios cada vez menos presentables en sociedad. Eso le ha estallado en las manos a Rodríguez Zapatero, no siendo paradójico en él que haya querido presentarse siempre como precinto iconográfico de la paz social.
Desde ayer, quien creyera en un rol estabilizador o eficazmente reivindicativo de los sindicatos, como también a quien sencillamente le fuese indiferente, no le van a faltar motivos para pensar que una huelga general era lo menos apropiado en un momento de incierta probabilidad de salida de una recesión que nos ha empobrecido, ha destruido cientos de miles de puestos de trabajo y ha afectado a toda la maquinaria de nuestro crecimiento económico. Esa reflexión es algo tardía, ciertamente, entre otras cosas porque Zapatero optó por negar la crisis y le cedió al sindicalismo gran parte de lo que es su responsabilidad como gobernante. Hoy estaremos barriendo las huellas de la incivilidad directa de los piquetes, para redescubrir algunos pasos más allá las huellas de la irresponsabilidad zapaterista.
No es España el único país miembro de la Unión Europea en el que ha habido una respuesta sindical a las medidas anti-recesión. Pero eso no le sirve de consuelo real a nadie. En realidad representa lo menos capaz de una sociedad deseosa de producir y de competir, de acuerdo con los mejores parámetros, en las antípodas del acto bronco y de esas hazañas testiculares que la huelga de ayer escenificó con inquietante abundancia de adrenalina.
Para la sociedad que a trancas y barrancas pugna por salir de la crisis, para miles y miles de familias que se están dejando la piel, para otras tantas empresas que no acceden al crédito, este sindicalismo no solo es un fósil de formulación inapropiada, sino un auténtico riesgo para cualquier horizonte de futuro. Seguramente no sea otro el significado de ayer: el canto del cisne —un cisne hosco y agresivo— de aquel sindicalismo al que la transición democrática institucionalizó como uno de los principales agentes de la vida social. Proclamaron entonces que querían recibir el patrimonio del sindicalismo vertical franquista con «los ascensores en funcionamiento». Heredaron mucho y mal. Hoy lastran el gran ascensor social que España necesita más que nunca.
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