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Izquierda, derecha, crisis

«La debilidad de la izquierda ha sido siempre la economía. Sabe gastar el dinero. No crearlo. De ahí que en tiempos de crisis, la ciudadanía se fíe más de la derecha, incluso en los casos de que haya sido la causante de la misma, como el actual»

Día 19/08/2010
Una de las mayores ironías de la crisis que nos azota es que siendo la derecha la causante de ella, quien más la sufre es la izquierda. Es más, quienes están triunfando en las elecciones son los conservadores. ¿Ustedes lo entienden?
Que este crash, como el de 1929, fue causado por los excesos capitalistas —«una indigestión de mercado», he oído definirlo compasivamente—, no cabe la menor duda. Como que ha puesto en peligro la economía global, que aún no ha logrado recuperarse. Sin embargo, los gobiernos acudieron en ayuda de los causantes del desaguisado —las instituciones financieras— no por simpatía hacia ellas, sino por saber que pertenecen a quienes tienen allí depositado su dinero, no a sus directivos, aunque algunos actúan como si les perteneciesen. Los ahorros de cientos de millones de personas podían evaporarse con los fondos basura, creando un tsunami financiero de proporciones globales. No quedaba, por tanto, más remedio que acudir en su ayuda. Aunque había también que imponer normas más estrictas a dichas instituciones, cosa que todavía no se ha hecho. Es una de las causas de que la recuperación se retrase.
La principal causa, sin embargo, es que, como con los ratones y el gato, todos están de acuerdo en que hay que poner un cascabel a la crisis, pero el durísimo ajuste que ello significa se atraganta a la mayoría de los gobiernos, sobre todo a los de izquierdas, comprometidos con «lo social» y especialistas en gastar, no en crear riqueza. La debilidad de la izquierda ha sido siempre la economía, donde ha triunfado más en la teoría que en la práctica. Desde Marx, la economía de izquierdas ha significado la «nacionalización de los medios de producción». Pero todos los ensayos en ese terreno han sido un desastre. El comunismo no ha logrado ni siquiera alimentar bien a sus súbditos. Su utopismo —la creación de un paraíso en la tierra en el que cada cual recibiese según sus necesidades— ha desembocado siempre en campos de concentración. Es lo que obligó a la «nueva izquierda», la socialdemocracia, a adoptar buena parte de las normas capitalistas, ante la incapacidad manifiesta del Estado de regular los flujos económicos. De ahí que nadie hable ya de «nacionalizaciones». De lo que se habla es de «privatizaciones», incluso en ramos que tradicionalmente pertenecen al Estado: la energía, los transportes, incluso las cárceles y la educación. Ha sido una rendición en toda la regla. La «Tercera vía» de Blair no era más que un capitalismo suavizado y vigilado de lejos. Mientras Zapatero ni siquiera hizo eso: dejó que la economía neoliberal siguiese con todos sus excesos, los del ladrillo especialmente, mientras él se dedicaba a cambiar el «alma» de España, ya fuera en su articulación territorial, su memoria histórica o la laicización de su sociedad. La consecuencia fue que no vio la crisis hasta que empezó a mordernos el trasero, e incluso entonces, aplicó las medidas falsas, hasta que le llamaron la atención nuestros socios, pues estaba poniendo en peligro a todos.
Nada de extraño que la derecha esté mucho mejor preparada para la crisis que la izquierda. El capitalismo no intenta crear una sociedad perfecta, un paraíso en la tierra, como el socialismo. Se limita a dar rienda suelta a las ambiciones personales de alcanzar más de lo que se tiene y a facilitar el apetito de ascensión social de los individuos, que el socialismo, en su afán igualitario, coarta. Unidas todas esas ambiciones y apetitos individuales, se traducen en progreso del conjunto. Desigual, desde luego, pero progreso. Es algo que palpa la ciudadanía de los países desarrollados, que ante una crisis se fía más de los conservadores que de los «progresistas». De ahí que vote a la derecha incluso en los casos en que haya sido la causante del desaguisado, como el que vivimos.
Lo admite ya también la izquierda, aunque siempre quedará una minoría fanática aferrada a sus dogmas indemostrables, mientras a la mayoría de ella, cedido el terreno económico a la derecha, le quedan sólo por cambiar los usos y costumbres, las normas sociales, los modelos tradicionales de vida: el divorcio, la homosexualidad, las drogas, el aborto. Pero eso era algo que la sociedad burguesa iba ya cambiando, sin necesidad de revolución ni de alardes, lo que obliga a la izquierda a ir cada vez más lejos en su nuevo cometido. Estamos ante la desesperación del que no tiene ya nada que ofrecer, tras haber cedido la principal plaza al enemigo, y predica incluso disparates, como ocurrió en Alemania, donde llegó a considerar la pederastia una «educación sexual», hasta que la propia sociedad le dio el alto.
La presente crisis, sin embargo, nos ha llevado a una situación extrema: la izquierda carece de recetas para ella, pero las de la derecha tampoco sirven, como comprobamos tras dos años de forcejeo. La razón es que no estamos ante una crisis corriente, de las que se sale con el recorrido habitual: recesión, digestión y recuperación automática. En esta crisis, la recesión está deviniendo en depresión, de la que puede haber recuperación o no. De momento, sólo hay «brotes verdes» en aquellos países sometidos a un severo plan de ajuste. El resto sigue empantanado. Y es que esta crisis no es sólo económica, es principalmente social. No podemos seguir, al menos en el llamado mundo desarrollado, como hasta ahora, consumiendo a destajo, ganando más, trabajando menos, dejando las labores sucias a los que llegan del subdesarrollado, pues por ese camino pronto seremos él. El paraíso no existe en el socialismo ni en el capitalismo. Necesitamos regular no sólo nuestro sistema financiero, sino también nuestra forma de vida. Hay que adoptar nuevas normas laborales, nuevo cómputo de pensiones, nuevas relaciones individuales y colectivas, por la sencilla razón de que todo eso ha cambiado en las últimas décadas, sin que nos sirva ya nada de lo anterior.
El mayor escollo está en las dos corrientes contrapuestas en marcha: por un lado, la tendencia hacia la individualización. Por el otro, la marcha inexorable hacia la globalización. El individuo reclama cada vez más, en un mundo que se homogeneiza y no admite privilegios. Las reclamaciones individuales, o de pequeños grupos, en busca de perpetuar excepciones o alcanzar otras nuevas, chocan con las exigencias colectivas, que exigen un nivel común para todos. Pero estamos creando robinsones en una isla global, singularidades en medio de la uniformidad general hacia la que vamos. Algo imposible y hasta esquizofrénico, como en cierto modo es el mundo actual.
Pedir a los actuales políticos, sean de izquierdas o de derechas, que establezcan este nuevo orden mundial —que vendría a ser una nueva correlación entre derechos y deberes tanto de individuos como de naciones— son ganas de pedir peras al olmo. Los políticos actuales son lo más arcaico que hoy existe, perteneciendo la inmensa mayoría a la era prenuclear y preglobalización, por no hablar de los nacionalistas, que pertenecen a la prehistoria. Y todos ellos, como sus predecesores, no ven más allá de las próximas elecciones. Son, por tanto, incapaces de afrontar los nuevos problemas, el envejecimiento de la población, la deuda del Estado y de los particulares, la demanda creciente de energía, el cambio climático, el terrorismo, el nacionalismo excluyente, que requieren soluciones a largo plazo y afectan a todos en general y a cada uno en particular.
La crisis continúa así, arrastrándose como una inmensa boa dispuesta a tragarse a cuantos creen que esto va a arreglarse sin mayores esfuerzos o por el hundimiento del contrario. ¿Les suena?
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