Renace la leyenda de «Scarface»
La crisis vuelve a favorecer la mística del gángster para desesperación de la mayoría de sus descendientes. Tanto su sobrina-nieta como un hombre cuyo padre clamaba ser hijo del criminal, planean publicar un libro
ANNA GRAU
Al Capone fue un personaje polémico en vida y lo sigue siendo más de sesenta años después de su muerte, acaecida en 1947. Durante todo este tiempo, la mayoría de los miembros de su extensa familia (Capone fue el cuarto de nueve hermanos) han vivido ... de espaldas a la memoria del gángster, dejando de usar su apellido y ocultando toda relación con él. Pero ahora hay quien ha decidido hacer todo lo contrario, saltar a la arena pública e incluso escribir libros sobre el tema.
Deirdre Maria Capone, nieta de uno de los hermanos de Al Capone, en 1950 fue despedida de su trabajo cuando su jefe descubrió su linaje. Ahora que tiene 70 años y que es una abuela jubilada en Florida —a donde se retiró la mayor parte del clan después de los azarosos años de Chicago—, trabaja en la publicación este otoño de un libro de memorias titulado «Tío Al Capone».
Deirdre tenía siete años cuando su tío Al murió. Eso significa que nació cuando ya se encontraba en la cárcel, purgando los delitos de evasión fiscal, que fueron los únicos por los que consiguieron acorralarle y poner fin a una carrera criminal que es imposible que la sobrina-nieta siguiera muy de cerca. Pero sí es verdad que no le quita nadie el mérito de «haberme sentado en sus rodillas y haber tocado la cicatriz de su cara». «¿Cuántos historiadores que escriben sobre él ni siquiera llegaron a oír nunca su voz?», declaraba desafiante a «The Wall Street Journal».
Capone encarnaba el don nadie que a base de no pararse en barras sale de la miseria
El súbito impulso literario de Deirdre no ha gustado un pelo al resto de la familia, donde el tío Al sigue siendo tema tabú. No les entusiasma que les recuerden que el miembro más famoso de la dinastía lo fue por sus actividades gangsteriles, mayormente por un emporio de venta ilegal de alcohol en plena prohibición y por otro rosario de buenas conductas como la prostitución —se dice que Capone «entrevistaba» personalmente a todas las candidatas a trabajar en sus burdeles— y las guerras a sangre y fuego con otros hampones de la época.
Capone, que nació en Brooklyn de una típica familia de inmigrantes italianos, llegó a Chicago con lo puesto, recién casado y con un hijo (Albert Francis Capone, más conocido como Sonny), pero en muy poco tiempo su energía y su falta de escrúpulos le convirtieron en el rey de la ciudad. También en una figura mítica de la Gran Depresión. Los años dorados de Capone son los que van de 1920 y 1931. Sobre todo al final de la década, su característica figura trajeada, con su sombrero, su purazo en la boca y su limusina blindada —que, una vez confiscada por el gobierno, dadas sus inmejorables prestaciones de lujo y seguridad acabaría convirtiéndose en vehículo oficial del presidente Franklin Delano Roosevelt— contrastaban con la sordidez de la vida cotidiana de muchos norteamericanos.
El bandido generoso
Capone encarnaba al don nadie que a base de no pararse en barras sale de la miseria. Era una versión un tanto bestia del sueño americano, pero sueño americano al fin y al cabo. Durante un tiempo hasta se ganó cierta fama de bandido generoso. Pagaba fortunas en propinas. Hizo rico a un pianista que había tocado en una de sus fiestas. Cuando en uno de los más espectaculares intentos de la competencia de matarle, una caravana de diez coches de gángsters armados hasta los dientes ametralló el restaurante del hotel Hawthorne en Chicago resultaron heridos un niño y su madre. La madre habría podido quedarse ciega de no ser porque Capone corrió con los gastos médicos.
¿Es esa clase de mística la que vuelve a funcionar ahora, en el peor escenario económico desde la Gran Depresión? Ciertamente el cine y la literatura de gánsgters tienden a perpetuar la cara más amable y más romántica del mito, que hace un año ya vivió un interesante revival con la película «Enemigos públicos», donde Johnny Depp daba vida a un elegante y aventurero John Dillinger.
Pero en el caso concreto de Capone, la leyenda duró poco. Matanzas como la masacre del Día de San Valentín, cuando el 14 de febrero de 1929 siete personas perdieron la vida en un nada romántico intento de acabar de una vez con todos los enemigos del tío Al, mostraron al público la brutalidad incontrolable del personaje. Cuyos excesos de todo tipo le llevaron a contraer la sífilis muy joven, a pasársela a su único hijo y a ir perdiendo primero la cabeza y después la razón. Durante sus últimos años en la cárcel fue un hombre mentalmente perdido. Murió sin poder, ni dignidad, prácticamente en la miseria.
La marca Capone
Los sufridos familiares, que son los que conocen el percal, son los menos interesados en recordar todo esto. Incluso si existe la posibilidad, como sostiene la emprendedora Deirdre, de hacer valer la marca Capone, y los derechos comerciales a ella asociados, en estados especialmente sensibles a este tipo de reivindicaciones, como es el de California, meca del cine. A la avispada sobrina-nieta del gánsgter seguro que no se le escapa que si consigue cobrar un porcentaje de todo lo que a partir de ahora se publique o se filme inspirado en la leyenda de Capone culminará una vejez bastante más próspera que la de su tío-abuelo.
Luego están los inevitables quiero y no puedo de los que, siendo descendientes naturales de Capone o imaginándoselo, nada ansían más que poder llevar su apellido por lo legal. Justo lo contrario de lo que hacen los descendientes legítimos. Por ejemplo Theresa Hall. Ella es la hija de Sonny Capone, quien nunca cometió un delito en su vida, excepto hurtar en una tienda y le pillaron —como a Caroline Giuliani, la hija del ex alcalde de Nueva York— y estuvo dos años en libertad condicional. Al año siguiente se cambió el nombre y se hizo llamar Albert Francis Brown. Hay que decir que Brown había sido un alias utilizado a veces por su padre.
Su hija Theresa, la nieta del gángster, no quiere saber nada ni de las memorias de la tía Deirdre ni de otro libro que prepara un tal Chris Knight Capone, un neoyorquino de 38 años, que asegura haberse enterado hace unos años de que su padre, un inversor inmobiliario llamado Bill Knight, era hijo natural de Capone. Desde entonces Chris no para de solicitar a todos los Capone vivos muestras de ADN para probar su filiación, algo en lo que ninguno parece estar muy interesado.
Todos le desprecian porque creen que incluso si su vínculo de sangre con la familia fuera real —algo que se está por ver, porque sin el ADN no hay pruebas—, sus móviles no serían sentimentales sino de índole económica. «¿Qué va a hacer si comprueba que es nieto de Capone, vestirse de gángster y hacer el idiota? No es algo que tenga glamour», refunfuña Corey Hart, bisnieto del hermano mayor de Al Capone, Vincenzo.
Visto lo cual, el Capone bastardo ha pedido formalmente la exhumación del cuerpo del gánsgter. Y por supuesto prepara la reedición de su libro «Hijo de Scarface», encargado a un escritor de alquiler y autopublicado en 2008. Si consigue demostrar que lleva sangre de Capone en sus venas es de prever que las ventas suban como la espuma.
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