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Resurrección de Julio Aparicio en domingo de luto

El torero dio «gracias a Dios por permitirme hacer otra vez lo que más me gusta»

efe

ROSARIO PÉREZ

Tarde de luto y resurrección. Regresaba Julio Aparicio a los ruedos dos meses después de su aterradora cornada en el cuello. Su vuelta coincidió con el primer domingo de toros herrado con la divisa de la prohibición. El paseíllo, envuelto en una nube de fotógrafos y con los toreros desmonterados, tuvo tintes de fúnebre tristeza, aliviada por los «¡vivas!» a la Fiesta de las peñas. En memoria de la Libertad, nombre escrito sobre un ataúd por el Parlamento catalán, se leyó un texto reivindicativo firmado por los profesionales taurinos. El eco de la solidaria y atronadora ovación de Pontevedra viajó por la piel íbera y llegó hasta la Monumental de Barcelona. La emoción trepó por los tendidos y encogió los corazones.

Fue una tarde de exacerbada sensibilidad, aquella que alumbra los misterios del toreo. Había llegado la hora del reencuentro de Aparicio con el plató del arte y la guerra. El decorado no era teatral, sino con toros que hieren y matan. «Cortesano» se llamaba el primer ejemplar. Y tenía su guasa. Cuando Aparicio pisó la arena, explosionaron las palmas. Con el recuerdo del tabaco de San Isidro, cualquiera hubiera puesto los pies en polvorosa. Pero venció la fortaleza de espíritu de los toreros, el veneno del artista que no entiende la vida sin pinceles ni buriles, sin capotes ni muletas.

Había temor en la plaza ante la embestida incierta de «Cortesano», el peor de una buena corrida de Lagunajanda. Surgieron dudas en el prólogo, pero los miedos se camuflaron y Aparicio se confió en un ilusionante diálogo con el toro, que cabeceaba. Se reposó a izquierdas. Soñó y nos hizo soñar. El espadazo coronó la obra. Aparicio volvía a nacer. Muchos pidieron la oreja, pero todo quedó en un magno saludo. Explotó luego el potable pitón zurdo del cuarto. Gotearon los naturales con su personal clase y enjaezó remates de su innata torería. Probó el derecho y dejó un sabroso molinete. Pases por alto para cuadrar al astado. Y segundos de horror: se volcó en la estocada y cayó al suelo en una imagen que evocó aquella pavorosa escena de San Isidro. Por suerte, el matador se levantó presto y todo quedó en un susto. El uso del descabello le privó de un premio mayor que una vuelta al ruedo, marcada ya en la historia, al son de los gritos de «¡torero!»

Alejandro Talavante cuajó una actuación de altos vuelos con un toro de bandera. Las verónicas, cosidas a dos chicuelinas de mano baja, presagiaron algo importante. Se echó luego el capote a la espalda y la cubierta entró en ebullición. Tuvo el gesto de brindar a Aparicio, al igual que Luque. Vibrante principio y temple en las series. Barrió la arena e intentó alargar la embestida de «Guapito», que protestó algo en los finales. Hubo variedad y profundidad. Y su ya cantado valor, con espaldinas y cambios de mano. El broche por manoletinas casi le aupaba al altar de ídolo pontevedrés, pero por enésima vez emborronó su labor con la espada. Compuesto y sin orejas se quedó el matador, que recibió una señora ovación. Sin dilaciones se plantó a izquierdas con el quinto, dispuesto a amasar las embestidas y amarrar el triunfo. Dio el toque preciso y dejó las telas puestas, aunque abusó de encimismo. Lo cazó de una estocada y paseó un trofeo.

Daniel Luque, a revientacalderas, arrancó en el mismísimo platillo su faena a un tercero de transmisora embestida. Hizo amagos mansos de rajarse en la segunda tanda, pero el sevillano lo exprimió. Ambicionaba el éxito y por momentos traspasó la frontera que confunde arrebato con forzamiento. Se despojó de la ayuda e improvisó muletazos por uno y otro pitón. Sobraron los cabezazos. La estocada dio paso a la oreja. Dos se embolsó con el sexto, en una labor con fibra y entrega, entre el delirio del público. Por la puerta grande lo izaron mientras tributaban a Julio Aparicio una despedida de lujo y los vientos luctuosos de la abolición se ahuyentaban con un mayúsculo «¡VIVA LA FIESTA!»

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