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Columnas / UNA RAYA EN EL AGUA

Sobre los toros y la libertad

El bien a proteger es la libertad frente a la imposición; la fiesta de toros tiene que defenderse sola

Día 01/08/2010
DEFENDER los toros en Cataluña es un acto de resistencia contra la imposición cultural y política. Intentar declararlos bien protegido desde el Congreso de los Diputados es un ejercicio que se puede interpretar como acto de imposición cultural y política. Llevado de un loable afán de defensa de la libertad, el PP está a punto de cometer un error táctico que consiste en ponerse exactamente en el sitio en que lo quieren situar sus adversarios. La lidia es un espectáculo discutido por muchos millones de españoles cuya sensatez les impide pensar en prohibirlos, y por tanto no está en peligro fuera de ese ámbito de demencia caprichosa en que se ha instalado la política catalana. Envueltos en la pasión que siempre promueve esa polémica tan española como la propia fiesta, los dirigentes del centro derecha español han confundido un problema de libertad con uno de cultura y se van a equivocar de prioridades. La cuestión esencial de este conflicto no es la vieja y visceral controversia sobre la tauromaquia, sino en primer lugar la prohibición misma, caprichosa, sesgada y hostil, y en segundo la intromisión intervencionista del poder público en el ámbito privado.
Ése es el terreno en que ha de moverse un partido de corte liberal, sin caer en la provocación de un intervencionismo inverso. Hay muchos ciudadanos para los que la fiesta de toros resulta como mínimo un hecho indiferente, y que no van a entender una intentona proteccionista que contradice el espíritu del liberalismo. En una sociedad abierta es el sector taurino el que tiene que protegerse solo. La prohibición catalana, que tiene una intención propagandística y sectaria de independentismo simbólico, ha sido posible en gran medida porque la declinante afición carecía ya de masa crítica; los festejos han ido languideciendo hasta madurar un clima en el que el nacionalismo podía darles la puntilla sin excesivo coste político. El veto se ha convertido así en un ejercicio de dominancia dogmática, en un inaceptable gesto de autoritarismo contra una minoría. Pero en la mayor parte del territorio español las corridas no corren otro riesgo que el de la desafección de sus propios aficionados, y los liberales no deben interferirse en la revitalización artificial de un espectáculo sin chocar contra su propio credo. No se puede pedir que se deje de subvencionar el cine, por ejemplo, y al tiempo se proteja la lidia.
Si continúa con su iniciativa, el PP va a perder la simpatía de muchos españoles que comparten su oposición a una medida autoritaria del soberanismo catalán, y se meterá sin necesidad en el jardín de espinas del debate taurino, que lleva siglos dividiendo nuestra conciencia cultural. Lo que molesta y choca a la sensibilidad general es la prohibición innecesaria, el doctrinarismo forzoso. El bien a proteger es la libertad; la fiesta de toros tiene que defenderse a sí misma.
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