En un caserón y con los plomos fundidos
Aunque de un modo gradual y tortuoso, la inquietante historia que cuenta el ecuatoriano Sebastián Cordero avanza siempre por la cara más escarpada e incómoda del drama y de lo romántico: viene a contar una historia de amor pero en el interior de una cazuela ... de agua hirviendo, y de hecho, esta parte de la trama (la romántica) es continuamente devorada por la sensación de amenaza constante, de intriga enfermiza y peligrosa, por la asfixia de los personajes y de las situaciones, y especialmente por la buena elección en la física de los protagonistas: él, un inmigrante que trabaja en la construcción y que tiene un cable pelado y siempre a punto de fundirle los plomos, lo que se le suele dibujar en un muestrario de tics maniaco-depresivos en un rostro tan poco fiable como el puente que cruza Indiana Jones; y ella, colombiana, empleada en un caserón al servicio de un matrimonio estampado contra su propia pared.
Los motores de la trama son: la agresividad incontrolable del fulano, la increíble delicadeza y armonía de ella (Martina García), la vida zombie del matrimonio y los macabros pasillos del caserón, donde la cámara de Sebastián Cordero se convierte en una uña que rasca con parsimonia una pizarra, y en un cristal cóncavo desde el que miramos el sofrito de los acontecimientos embrutecidos por la rabia y la claustrofobia (y el toque Del Toro, que es el productor). Probablemente esa contemplación de la asfixia es lo que le dio el gran premio del último Festival de Málaga, y a ella contribuyen la calculada interpretación de todos sus actores, empezando por él, Gustavo Sánchez Parra, y siguiendo por el aliño, una gran Concha Velasco, Álex Brendemuhl o Xavier Elorriaga.
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