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Elecciones, la solución democrática

En una democracia constitucional, las reglas del juego son muy claras: el único gobierno legítimo es aquel que goza de la confianza de los ciudadanos. La palabra clave es Trust, como bien dijo John Locke en el contexto de la «revolución gloriosa». Al margen de la letra de la ley, Rodríguez Zapatero ha perdido la confianza de casi todos: parados, pensionistas y funcionarios, por razones evidentes; empresarios y sindicatos; «ricos» (todavía por definir) y «pobres» (más fáciles de intuir que de cuantificar); la oposición, por supuesto; los suyos, en buena medida, excepto la guardia pretoriana y unos cuantos inmovilistas; los medios de comunicación, ya sean hostiles, neutrales o incluso afines; los socios europeos, entre irritados y escépticos; los «amigos» imaginarios en el ámbito realista de las relaciones internacionales; los jóvenes, en pleno desencanto; los mayores, privados del sosiego bien ganado...Horizonte sombrío para un Ejecutivo sin rumbo: proyecto agotado a mitad de legislatura, ministros sin pulso político y muchos altos cargos contando los días que faltan para salir del agujero. La «rebelión de las circunstancias», rumiaba el personaje de Balzac. Aquí y ahora, el discurso posmoderno amenaza con llevar a la quiebra del Estado de bienestar, última esperanza de la era moderna para encauzar a medias la deriva inevitable de la sociedad de masas.

Lo peor ha sido y sigue siendo la inconsciencia. Juegos malabares, planes sin contenido, dádivas para ganar adeptos, trampas dialécticas para engañar a los ingenuos. Oportunismo, siempre: ahora también para la renovación interminable del Tribunal Constitucional. Deslealtad hacia las instituciones, algunas ya fallidas sin remedio. Arbitrismo, a veces absurdo, y arbitrariedad permanente. Trucos de magia barata y excusas de mal pagador... Dejamos los reproches y vamos a los principios. El presidente del Gobierno obtuvo hace dos años la investidura con un programa político cuyas señas de identidad -más bien difusas- han sido objeto de alteración sustancial a la vista del decreto-ley que mañana debería convalidar el Congreso. Se produce por tanto la ruptura en sentido material del vínculo que une al Gobierno con la Cámara que hace presente y operante la voluntad del pueblo español, única fuente legítima del poder. Incapaz de plantear una cuestión de confianza, Zapatero pretende inducir al PP a suscribir su fracaso o a gastar la pólvora en salvas con una moción de censura. Pero ya pasó el momento del maquiavelismo de bolsillo, los juegos parlamentarios de salón y los enredos mediáticos para quemar a los rivales, externos o internos. Hablemos de la gente real. Lean ustedes las páginas inmortales de Tucídides (Historia ,II, 53) sobre el derrumbe moral de Atenas en tiempos de aquella peste que acabó -entre varios miles- con la vida del gran Pericles. Mutatis mutandis, las coincidencias son asombrosas.

En situación de emergencia económica y desbarajuste institucional, el régimen parlamentario cuenta con un mecanismo impecable para salvar la estabilidad política. Se llama elecciones anticipadas, previa disolución de las Cámaras por parte de Su Majestad el Rey, a propuesta exclusiva del presidente del Gobierno. Conviene no magnificar las cosas, porque se trata de un cauce natural en democracia y no del apocalipsis político. Exige, por supuesto, máximo sentido de la responsabilidad: a ciertas personas les llega el día en que deben decir el «Gran Sí» o el «Gran No», escribe Kafavis, su poeta favorito. Zapatero todavía puede elegir. La opción más fácil, seguir a toda costa, conduce a un año y medio de crisis nacional que España no se puede permitir sin grave riesgo de dilapidar el legado de al menos dos generaciones. Acaso ni siquiera pueda aprobar los presupuestos, porque las urnas catalanas apuntan hacia fórmulas imposibles en el Congreso. Por el contrario, la opción electoral es la única solución viable desde la perspectiva del Estado y de la nación. La previsible huelga general (o incluso algún sucedáneo sectorial) enviará a los mercados un mensaje demoledor. La fractura derivada del Estatuto catalán hace saltar las alarmas sobre el modelo territorial. Por el bien de todos, ojalá sean falsas las sospechas sobre la tentación de diálogo con ETA: el pacto constitucional en el País Vasco es lo único que todavía funciona. Si el Estatuto acaba con el Constitucional y los amigos de Garzón con el Supremo... Vamos a dejarlo así: los precedentes invitan al pesimismo, mal que nos pese a los moderados impenitentes.

Solución democrática, insisto: elecciones generales cuanto antes. Nadie cree a Zapatero cuando proclama la prioridad del futuro de España sobre el interés partidista. Ahora tiene la oportunidad de impartir una lección genuina de patriotismo y dejar en mal lugar a sus críticos. Si se presenta o no como candidato socialista, es cosa suya y de su partido. La alternativa está ahí. Todo el mundo sabe que se llama Mariano Rajoy, incluso los que procuran día tras día marcar algún gol en propia puerta. Tiempo habrá para discutir sobre personas y programas; sobre quién sobra y quién falta; sobre pactos, cláusulas y condiciones...Lo esencial es que existe una política del sentido común, al margen de insensateces y ocurrencias. Pero no es ésta la ocasión para abrir un debate sobre candidatos y liderazgos, sino de hacer frente a una situación que no admite demoras inútiles. Por formación y por vocación, Zapatero es un hombre de partido. Tal vez le convenzan de que el adelanto trae algunos réditos. Puede pedir opinión al PSC sobre la coincidencia con las catalanas... Sea como fuere, los españoles no podemos continuar así. Nadie en sus cabales confía en un Ejecutivo desbordado por las circunstancias. Hemos aprendido una lección dolorosa sobre las consecuencias de la apoteosis de los mediocres, la mentalidad de nuevos ricos y el relativismo seudocultural. Pero no hay que confundir planos diferentes: España es una gran nación con un mal Gobierno. Es la hora de los ciudadanos, a través del ejercicio -irresistible en democracia- de su derecho a decidir sin apelación posible. Incluso, si llega el caso, a recaer en los mismos errores. Buscando la fecha oportuna, el presidente del Gobierno tiene el derecho y el deber de aprovechar la última oportunidad: aprobado el decreto-ley, debería asumir su responsabilidad ante los ciudadanos.

Cerca ya del final, me inquieta la reflexión de William Faulkner: «¿por qué me despierto, si al hacerlo nunca me dormiré de nuevo?» Ustedes y yo pensamos que no habrá elecciones anticipadas, gestos de grandeza personal, ni siquiera estrategias a medio plazo. Tendremos dosis crecientes de oportunismo revestidas de falacias recurrentes, aunque ya no engañan a casi nadie. Ahora tocan guiños adicionales al radicalismo y unas cuantas piruetas sobre el alambre. Sin embargo, confiamos en el clamor social a favor de la convocatoria inminente. También está el sabio consejo de Marco Aurelio, filósofo y emperador, aplicable ahora en buen sentido político: «...márchate, pues, reconciliado».

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