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Los ricos invisibles

PARA ejercer el poder se necesita el dinero de los ricos y el voto de los pobres, y la política consiste en captar las dos cosas con el pretexto de proteger a los unos de los otros. Pero algo malo tendrá la riqueza, decía Noel Clarasó, cuando los ricos están muy mal vistos y la mayoría trata de no parecerlo. Hasta Cristo les auguró serias dificultades para entrar en el reino de los cielos. Los socialdemócratas, que suelen ser agnósticos, se limitan a cobrarles una tasa de entrada en el paraíso progresista; sin embargo para construir el Estado del Bienestar, es el gran invento moderno de la socialdemocracia, prefieren apoyarse en los impuestos de la clase media, conscientes de que a la verdadera riqueza, de natural evaporadizo y camuflado, es muy difícil aplicarle justicia redistributiva.

Con su política retráctil de anuncios, cortinas de humo, rectificaciones y autoenmiendas, el Gobierno se ha metido acaso sin querer en un debate interesante desde el punto de vista sociológico: el de a partir de qué momento, o qué cifra, o qué hecho diferencial , se puede considerar rico a alguien, y por tanto susceptible de pagar impuesto sobre la fortuna. El concepto de riqueza tiene muchos matices semánticos, desde la holgura hasta la opulencia pasando por la simple abundancia, pero la política fiscal trabaja con la categoría objetiva de los números. Cualquier ciudadano considera rico al que tiene más dinero que él, si bien con ese criterio no se puede establecer un arbitrio tributario. Así que ahora los cerebros de La Moncloa están envueltos en un debate más filosófico o taxonómico que técnico, una especie de existencialismo financiero que debe constituir la base teórica del futuro gravamen a los grandes patrimonios. La ventaja que tienen es que se trata de una medida política, esto es, retórica, sin valor recaudatorio significativo, y por tanto no necesitan establecer previsiones de ingresos porque lo único que importa del asunto es su carácter ejemplarizante y/o propagandístico.

El parámetro más sencillo y comprensible apunta a la cifra redonda del millón de euros, lo que permitiría al zapaterismo asentar fama de azote de millonarios en sentido estricto. Más arriba de ese tope empieza la bruma de las cumbres; la estructura fiscal española se adelgaza a partir de cantidades relativamente modestas porque la verdadera plutocracia es opaca o invisible a la mirada de Hacienda y diluye sus caudales en una ingeniería muy sofisticada de artificios fiduciarios. Y para establecer un impuesto, por muy teórico que sea, conviene que haya al menos alguna posibilidad de cobrárselo a alguien. Ésa es la gran paradoja de la fiscalidad contemporánea, que se basa más en los sueldos que en los capitales. Igual y en virtud del mismo principio que Valle decía que en España se puede robar un monte pero no se puede robar un pan, es perfectamente posible disimular una fortuna pero no hay modo de ocultar un salario.

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