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Crisis del sistema

Con el 20 por ciento de parados, suena a broma macabra decir que la crisis económica abre interesantes posibilidades. Pero es así, recordándonos que lo bueno y lo malo andan entremezclados en este mundo, tal vez por ser uno el contrapunto del otro.

Pero dejémonos de filosofías baratas para ir al grano, pues no están los tiempos para lucubraciones. La crisis, decía, lleva en sus entrañas posibilidades que, de aprovecharse, pueden conducir no sólo a superarla, sino también a mejorar la situación anterior, que sin duda era mejorable a la vista de adónde nos ha conducido. Y la primera virtud de la crisis es hacernos ver una realidad que antes no veíamos o no queríamos ver, sacándonos del ensueño en que vivíamos. El reconocimiento de la realidad es la primera condición para superarla. Sin ello, lo único que haríamos sería continuar en el ensueño que hemos vivido durante los dos últimos años, y hundirnos cada vez más en la crisis. Finalmente, tanto Gobierno como ciudadanía se han dado cuenta de su magnitud.

Pero hay otros signos esperanzadores, otros «brotes verdes» que nada tienen que ver con los que anunciaba el Gobierno. Me refiero al despertar de la Justicia española o, si lo quieren, a la «revolución de los jueces», que de un tiempo a esta parte no hay quien los conozca. De ser meros instrumentos del poder político, de estar encasillados como animales domésticos en «progresistas» y «conservadores», de resultar tan predecibles sus decisiones como las de las cámaras y de considerarles un apéndice de los partidos, un número importante de ellos ha roto amarras de quienes creían poseerlos y comenzado a tomar decisiones que poco o nada tienen que ver con su ideología personal, para atenerse únicamente a la ley que han jurado respetar y aplicar.

Lo que es una gran noticia. Para mí, la mejor noticia en muchos, muchos años, puede que la mejor noticia de esta joven democracia española, pues una democracia sin jueces independientes incluso de sí mismos no es democracia, sino otra forma de dictadura, en nuestro caso, la dictadura de los partidos políticos. Si la crisis económica tiene algo que ver con la «rebelión de los jueces» no lo sé, aunque la crisis está afectando a todas las instituciones del Estado. Pero la atribuiría más bien al hartazgo de los jueces de ser considerados meros juguetes de una clase política impresentable. Algunos de ellos han crecido sobre sus convicciones ideológicas e, indiferentes a los colores políticos y a la charanga mediática, se han puesto a tomar decisiones sólo acordes con la más estricta legalidad. Demostrando de una tacada, primero, que aquello de la «solidaridad de cuerpo», tan arraigada en este país, no iba con ellos, y segundo, que se han sacudido la contaminación política, aún más arraigada. Como digo, una gran noticia.

Pero no definitiva. Porque si esta rebelión se limitara a los jueces -y no a todos ellos-, habríamos adelantado muy poco. Es necesario que se extienda a todos los sectores de la sociedad, si queremos que ésta se regenere. Más de una vez me habrán oído decir en estas páginas de ABC que no estamos ante una mera crisis económica, sino ante una crisis del sistema, ante una crisis de valores, que le impide funcionar correctamente y le ha llevado a la situación actual. La clase política es la primera que debería hacer examen de conciencia ante el hecho gravísimo de ser la peor considerada por la ciudadanía. Pero ante los casos frecuentes de individuos que entran en la política para enriquecerse, de «servidores públicos» que más bien toman al público como servidor, de la corrupción que no distingue ideologías, conviene a los partidos, por su propio bien, antes de que empiece a considerárseles una variedad de la mafia o la «cosa nostra», hacer limpieza dentro de sus filas, en vez de limitarse a apuntar a las manzanas podridas del bando contrario, como hasta ahora vienen haciendo. Pues por ese camino sólo conseguirán convertir España en un lodazal y que vuelva a alzarse el clamor por un «cirujano de hierro» que acabe con tanta inmundicia.

Aunque la sociedad tampoco es inocente en el proceso. Los españoles nos hemos tomado a la ligera la democracia -creyendo que en ella había sólo derechos, no deberes- y tragándonos la milonga de que, tras superar a Italia, íbamos a superar a Francia, etc., etc. Y, en efecto, las hemos superado. Pero en déficit, en parados, en fracaso escolar y otros terrenos bien poco recomendables. Es verdad que prácticamente todos los países de nuestra área están teniendo dificultades. Pero la inmensa mayoría vienen tomando desde hace tiempo medidas para superarlas, por lo que su situación no es tan grave como la nuestra. Y en cualquier caso, si Ángela Merkel ha dicho a sus conciudadanos que están viviendo por encima de sus posibilidades, ¿qué habría que decirnos a nosotros, con una capacidad industrial, una productividad y unos recursos muy inferiores a los suyos? Sencillamente, nuestra economía no da para irnos de vacaciones o minivacaciones dos o tres veces al año, para los famosos «puentes», para las fiestas a todo tren y de todo tipo, para que cada ciudad tenga su orquesta sinfónica, su palacio de deportes, su centro de congresos, su aeropuerto, su AVE, a no ser que los paguen los usuarios. Ni el Estado español puede presumir de dadivoso mundo adelante ni los españoles podemos presumir de vivir mejor que los alemanes o los norteamericanos, como venimos viviendo; se lo asegura alguien que lo comprueba en cada visita a ambos países. Nuestra relación trabajo/ocio, eso que los sociólogos progres llaman «calidad de vida», es superior a la alemana o la norteamericana. Eso está muy bien cuando se tiene un potencial económico detrás que lo respalde, que nosotros no tenemos. Nosotros tenemos el euro, una moneda fuerte. Pero el euro ya no es lo que era, entre otras cosas, por nuestros dispendios. De ahí el aviso que nos han enviado nuestros socios. La fiesta se acabó, y sólo hay dos caminos: el de ajustarnos a nuestros medios, como están haciendo las naciones serias, o querer seguir viviendo a costa de los demás, cuando los demás han dicho «basta». El camino de los alemanes, que llevan dos años apretándose el cinturón, o el griego, con las calles ardiendo. No hay otra alternativa.

Porque no hay más cera que la que arde, y en España ha ardido ya casi toda. O los españoles empezamos a comportarnos como adultos o nos tratarán como a niños, como ya han empezado a tratarnos desde Bruselas y Washington. Es en buena parte consecuencia de haber puesto nuestro destino en manos de un indocumentado, pero tampoco puede echársele toda la culpa, pues en su primer mandato tuvimos abundantes muestras de sus limitaciones, que permitían predecir cómo íbamos a acabar. Sin embargo, le reelegimos. Hoy es precisamente su Gobierno, que tachaba de alarmistas y antipatriotas a quienes advertían de los riesgos, el que nos describe la situación con los tintes más negros, para justificar un reajuste durísimo, que nunca se creyó obligado a hacer. Y, esto es lo más grave, que es dudoso hará, pues la incompetencia que le caracteriza, el sectarismo que le embarga y la desconfianza que inspira ponen un gran interrogante sobre si logrará hacer lo que hasta ahora había dicho que nunca haría.

Dicho esto, conviene advertir que, bueno o malo, es el único Gobierno que tenemos, y sería suicida no apoyarle si realmente se decide a hacerlo. A la fuerza ahorcan, dice el refrán, aunque en este caso se trata más bien de evitar que nos ahorquen o que nos ahorquemos, a la postre lo mismo. Algo que ocurriría si nos pusiésemos a discutir quién tiene la culpa, los especuladores, el Gobierno, la oposición o el pueblo español. Las crisis crean la psicosis del «¡sálvese quien pueda!», haciendo olvidar que todos están en el mismo bote.

Porque la opción es clara: o hacemos lo que los jueces, desprendiéndonos de nuestros prejuicios ideológicos, para cumplir cada cual con su deber, o nos vamos por la cañería.

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