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Una pregunta impertinente

PUNTO DE FUGA

CON la exhuberancia tipográfica reservada para los grandes acontecimientos planetarios, algunas portadas de la prensa doméstica me informan de que acaba de consumarse un evento de dimensiones, al parecer, extraordinarias, épicas diríase. A saber, que 7.472.920 ciudadanos de Cataluña nos abstuvimos de viajar hasta Ginebra con el muy peregrino afán de reclamar un ignoto derecho universal a la secesión. Pues, según los mismos promotores del sarao, apenas 2.500 esforzados excursionistas se animaron a celebrar la liturgia tribal de marras ante la sede suiza de la ONU. Una cifra meritoria que, sin embargo, debiera antojarse lo de menos. Y es que, en el fondo, el mito de la autodeterminación no remite a una prosaica cuestión cuantitativa, sino a la pura inconsistencia lógica. Así, imaginemos que no hubiesen sido dos mil quinientos sino dos millones y medio los airados micronacionalistas locales desplazados hasta Ginebra. La pregunta, entonces, seguiría siendo la misma: ¿Y qué?

De hecho, si a las naciones, tal como predican, les asiste el derecho a declararse soberanas por la circunstancia misma de saberse naciones, nada habría más absurdo que vindicar referendos con tal de consumar su independencia. ¿Para qué preocuparse por lo que opine o deje de opinar el común si el ente metafísico llamado «nación» existe por sí mismo, al margen -y por encima- de los simples mortales de carne y hueso que lo integran? Conociendo al certero, positivo, indubitado y gozoso modo que, por ejemplo, Cataluña da forma a una nación, ¿acaso tendría alguna importancia cuanto barruntasen los catalanes fácticos sobre el asunto? Es más, ¿a cuenta de qué andar perdiendo el tiempo preguntándoles? Si bien se mira, la cuestión nacionalista toda se resume en esa tautología pedestre y su absurdo corolario: «Nuestra nación exige ser soberana porque es una nación. Ergo, tú, vosotros, ellos y los de más allá, todos, estáis obligados a respetar su irrenunciable derecho a la autodeterminación».

Un asunto que, por cierto, aboca a otro callejón sin salida cartesiana. Porque no hay forma humana -ni animal- de precisar los límites de una nación que no existe; salvo, claro está, que los nacionalistas se plieguen a dar la razón censal al célebre Aranaz de Castellanos, aquel liberal bilbaíno del siglo XIX que resumía tal que así la conocida doctrina científica de Sabino Arana: «Quitéis las boinas y tocarvos un poco por la parte de arriba. Aplastao tenemos el serebro igual que un plato, de la costumbre que nuestros antepasaos tenían de llevarse piedras grandes de un lao pa otro cuando vivían en las cavernas (...) Toquéisvos también el cogote. Como salido pa fuera tenemos y más desarrollao que los españoles». Desengáñese, Carod: no cabe decirse independentista sin enfangarse de nacionalismo étnico identitario hasta el cráneo. ¿De qué modo evitar, si no, que los sucesivos perdedores de los referendos pretendieran ejercitar también su propio derecho a la autodeterminación, una y otra vez, hasta el fin de los tiempos?

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