Zorruno «savoir faire»

JAVIER CORTIJO

Después de que Wes Anderson se sacara de la chistera «animatronic» los hipocampos y pececillos de camafeo en «Life Aquatic», a muchos se les hizo de día: este tío había nacido para rodar una película de dibus «stop-motion» de orfebrería fina. Y he aquí el resultado de tales ruegos y sospechas, un precioso y preciosista troquelado artesanal basado en una fábula de Roald Dahl donde, sorpresa, encontramos en fila india casi todas las claves, guiños, estiramientos de meñique y dulces extravagancias que presiden su cine desde siempre y, sorpresa doble, comprobamos que a sus tradicionales detractores les encanta. Debe ser que un zorrete hablando de angustias vitales con traje de tweed mola.

Así que, con los clásicos de la casa en orden, pasemos a las novedades de la orquesta. La animación propiamente dicha, que salta con la alegría de un gato trotando sobre un piano por la vieja escuela británica del cartoon zoológico, empezando por «Rebelión en la granja», siguiendo por «La colina de Watership» y aterrizando, cómo no, en el planeta Aardman, sin desdeñar al Bosque de los Cien Acres (¿habrá alguien más «andersoniano» que el burrito Igor?). Sendos ramalazos checo (el puntilloso renacentismo de Jan Svankmajer) y francés (Belleville más el supersonido Delerue tendido al sol) redondean un entramado fascinante que no nos borra la sonrisa de niño frente al escaparate de una confitería.

Capítulo aparte merecen los personajes: ese roedor grupo salvaje, esos primos existencialmente zipizapescos, ese patriarca atribulado (magistral Clooney, incluso sin dar la cara), esa sufrida esposa puro Baumbach, esos granjeros carpetovetónicos... Y más aún los detalles: esas separatas bizarras, esos ojos en aspa, esos chasqueos, esos desayunos devorados animalmente... En fin, una gozada que no obliga a llevar gafas 3D sino, a lo peor, de pasta. Por nosotros, como si son quevedos.