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El séptimo sentido: veo enfermos terminales

E. RODRÍGUEZ MARCHANTE

El que sea ésta la primera película del director Oskar Santos no debería ni ponernos a la defensiva (¡ay, las primeras películas de un director!) ni llevarnos a engaño, pues viene escoltada por un guión de Daniel Sánchez Arévalo y por la producción de Alejandro Amenábar, cuya huella aparece en el lugar de los hechos casi como prueba incriminatoria. La historia tiene un persistente aroma Shyamalan (que, como se sabe, es la versión espiritual del cine de lo inexplicable que tanto le gustó a Amenábar) y transcurre casi por entero en un Hospital y tiene como principal personaje a un médico de la unidad del dolor. La historia busca con tanto ahínco lo cotidiano como lo extraordinario y enseguida coloca al espectador tan a la defensiva como un mejillón pegado a su roca.

Equidistante entre el thriller, el cine fantástico y el drama puro y duro, «El mal ajeno» propone algunas ideas interesantes sobre la implicación emocional, la compasión, la responsabilidad o el buen manejo de nuestras propias facultades en equipo con los sentimientos. Aunque el peso recae esencialmente en el personaje que interpreta Eduardo Noriega (peso que, junto a unos toques pertinentes, parece haberle puesto varios años encima), ya muy entrenado en traspasarle al espectador la propia incomprensión sobre lo que está pasando, quienes apuntalan el clima extraño y doloroso de la película es el acompañamiento, encabezado por la mejor cara compungida de Belén Rueda, de Cristina Plaza o Angie Cepeda, un velo negro y dramático que se encargan de descorrer de vez en cuando mediante el reverso de lo triste la explosión de otros personajes como los que interpretan Luis Callejo (un paciente descarado), José Ángel Egido o la joven Clara Lago.

El mayor riesgo de «El mal ajeno» consiste en manejar adecuadamente ese porcentaje no pequeño de material inexplicable, ilógico, de su historia, que puede ser igualmente tomado como literal (los milagros existen) o como metafórico, pero de cualquier forma se esfuerza en mantener al espectador pegado y crédulo al racimo de dramas que padecen el protagonista y sus pacientes en cuidados paliativos. Pero no, no es una película de prodigios médicos ni de médicos prodigiosos al modo de «House», sino que se limita, en el fondo, a algo más pequeño e íntimo: en qué punto exacto (en quién, realmente) se padece el dolor de otro como propio; o sea, dónde se sitúa o hasta dónde llega la membrana que hace conexión con nuestras terminales nerviosas y emotivas. O dicho de otro modo, ¿cuántos o quiénes de los otros son yo?

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