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Rebelde De la Vega

SI no fuera por el grueso pellizco que regularmente se embolsa de mis escuálidos ingresos, me sentiría feliz cada vez que De la Vega cuenta en público sus cositas; donde digo cositas, podría también decir resentimientos, pero hay un sol radiante esta mañana, y no me caben en la mente pensamientos malos.

¡Qué placer escuchar a esta señora! ¡Y qué enriquecedora constancia empírica para quienes, como lo hiciera Klemperer con la muy codificada jerga de los nazis, ocupamos lo mejor de nuestro tiempo analizando la maraña perversa que de la lengua hace todo poder constituido! Cada una de las majaderías que he ido pacientemente anotando y tratando de desentrañar en el uso común -es decir, en el uso impuesto- de las palabras, la vicepresidenta las hace eclosionar -sin siquiera un minúsculo síntoma de sentido del ridículo- cada vez que abre la boca. Gracias, señora. Aunque me cueste usted tan cara en impuestos.

La última de sus ocurrencias ha sido grandiosa. ¿Que Esperanza Aguirre llama a «rebelarse» contra el dislate de subir el IVA en pleno cataclismo económico? Pues ahí está De la Vega para alzar el muro institucional que garantice su exclusiva potestad sobre ciertos vocablos. En nombre de la ley y el orden, ¡qué caramba! «La propuesta de Aguirre -proclama nuestra guardiana del zapateril secreto- es irresponsable en cuanto a los contenidos y las actitudes a las que llama, porque refleja la deslealtad institucional». Dicho de otro modo: la rebelión es mía, y quien ose echarle mano habrá de vérselas con estos mis poderes. En román paladino: que «el Gobierno garantizará el cumplimiento de la ley». En el uso de las palabras.

Es verdaderamente divertido. Si no anduviéramos hechos polvo con esto de la ruina que nos agujerea los bolsillos, le haríamos un homenaje a la Vicevogue en el circo Price. Para que desarrolle el chiste durante unas cuantas horas. Nuestras neuronas saldrían de allí la mar de renovadas. Aun al precio de horribles agujetas en los costados. ¡Qué juguetón talento el de esta mujer para lo hilarante! ¡Ah, lo de las palabras que sólo significan lo que le da la gana al que manda! Alicia, la maravillosa Alicia de Lewis Carroll, no hubiera debido perder el tiempo con la tonta Reina Negra. Con De la Vega de la mano, todo hubiera sido incomparablemente más divertido.

En 1793 -que no fue un año ciertamente fácil- Condorcet daba por indistinto el uso de revolución -y de toda la cadena léxica a él ligada: revolucionar, revolucionario..., también las colaterales, rebelión o revuelta- para designar, bien el blindaje de la República jacobina, bien la restauración del más anacrónico régimen monárquico. No se enfadaba Condorcet con las palabras. Era demasiado sabio. Lo bastante como para apreciar la fuerte polisemia que carga la función política de las metáforas. En 2010 -que, la verdad, tampoco es año fácil para nadie-, la señora De la Vega bordea el colapso al escuchar en voz de Esperanza Aguirre un vocablo que juzga propiedad del clan cuya vicepresidencia ejerce: rebelión. Puesta en labios enemigos, la letanía santa es trocada en sacrilegio. Así funciona toda secta.

«Aplastaremos las rebeliones lógicas»: Rimbaud, que escribe esa línea enigmática en la luz tenebrosa del más hondo arrebato lírico del siglo XIX, se las hubiera tenido tiesas con la hosca guardiana del secreto monclovita. Aquí no hay otra rebelión que la que el jefe dicta: las huidas del campo de batalla, los paternales ridículos en el Metropolitan, el folklore de disfraces y carantoñas con todos cuantos tiranos pueblen el tercer mundo... Para rebelión, nosotros. Amos del diccionario.

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