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Los últimos de la guerra de España

CUANDO nací, hacía 45 años que el Reino de España había perdido sus provincias de Ultramar: Cuba, Filipinas y Puerto Rico. Aunque España las había perdido como aquel que dice ayer por la mañana, nadie se acordaba de la guerra de Cuba. Y eso que en mi ciudad las calles de la Casa de la Moneda llevaban el nombre de La Habana y de los municipios cubanos donde la familia Marañón hizo fortuna con sus ingenios de azúcar. Cuba quedaba lejísimos en el espacio y en el tiempo, a pesar de las maracas de Antonio Machín y de su cucuruchito de maní en el Programa del Oyente. Era como si Cuba nunca hubiera sido española, como si aquella guerra nunca se hubiese librado, como si nunca hubieran llegado al muelle de Cádiz las expediciones de soldados heridos repatriados, con su uniforme de tropical rayadillo y la escarapela con los colores de España en el ala doblada del sombrero de palma.

Más tarde, cuando estudiaba Bachillerato y empezaba a ser voraz lector de periódicos, comencé a ver una noticia recurrente, que enviaba desde los pueblos el teletipo de la agencia que entonces se llamaba Cifra en el monopolio la información nacional. Parecía que se picaban unos corresponsales de Cifra con otros. Por ejemplo, el de La Unión con el de Puente Genil, por citar dos localidades que gozaban de tan pundonorosos corresponsales que parecía que los gatos con dos cabezas y las gallinas con tres patas sólo nacían en esas localidades. No, nacían en toda España. Pero en los otros pueblos no había tan diligentes corresponsales de Cifra para contarlo.

Como se enteraban y contaban la noticia recurrente que referir quiero, con la que Cuba volvía a la memoria de España. De vez en cuando, en el periódico venía una noticia de este tenor: «Muere el último soldado de la guerra de Cuba». O de Filipinas. Los últimos de Filipinas no sólo eran los de la película sobre los héroes de Baler, con la hermosa y nostálgica habanera que escribió Enrique Llovet: «Yo te diré/ por qué mi canción/ te llama sin cesar...» Los verdaderos últimos de Filipinas o de Cuba eran los ancianos de los pueblos que habían sido soldaditos de España en esas guerras y acababan de morir, de cuyo fallecimiento daba cuenta el telegrama de Cifra. Cada día, en un pueblo de España, moría el último combatiente de la guerra de Ultramar que residía en esa localidad. Y se decía sin odio y sin revancha, sin que nadie pidiera, ¿qué digo yo?, una revisión histórica de la figura del General Weyler para exigir responsabilidades políticas por las fatiguitas negras que aquellos ancianos, de muchachos, habían pasado en la guerra contra los mambises, con la banda sonora del trágico tango gaditano de «Los claveles»: «Al grito de Viva España/ desde los muros de esta ciudad/ a la ingrata manigua/ cincuenta mil hombres/ se han visto marchar./ Cuántos volverán/ sólo Dios lo sabe,/ cuántos morirán en aquella/ tierra tan infame».

Ahora hace no 45 años del final de la guerra de Cuba, como cuando yo nací, sino muchos más, 71 años, de la terminación de la guerra de España. Y ésa sí que está cerca. En el tiempo del odio reconstruido, en el espacio cavado de fosas comunes, en las ansias de revancha, de que la ganen los que perdieron y la pierdan los que la ganaron. La guerra de Cuba estaba lejanísima cuando yo era muchacho y morían los últimos combatientes de cada pueblo. La guerra de España, ay, cuando ya estaba más que olvidada, perdonada y superada, la han hecho tan próxima que ni siquiera dicen que ha muerto en La Unión o en Puente Genil el último muchacho que volvió del frente, victorioso o derrotado, en 1939. La Junta de Andalucía hasta va a indemnizar a las mujeres a las que dieron aceite de ricino como castigo de retaguardia. Como han reescrito el Parte de la Victoria con el odio de la revancha («Españoles, la guerra no ha terminado») todos ya, aunque naciéramos mucho después, somos los últimos de la guerra de España.

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