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El crepúsculo de los líderes

AL ir diciendo que ésta es una época desfavorable a los grandes líderes quizá no se trate de que es tiempo de enanos políticos, sino de que las cosechas actuales son de otra cosa. ¿Para qué estar quejándose de que hoy faltan Churchill, De Gaulle o Eisenhower? Es que acabó ya el ciclo histórico-biológico de los gigantes y las gentes de hoy reclaman líderes grandes no porque los haya, sino por una querencia arcaica. Lo que hay es eso, aquí y allá. A lo sumo personalidades políticas con cierto carisma y fuste, pero de duración precaria. Es el caso de Barack Obama. La presión de los tramos electorales, el desgaste mediático y la inapetencia veleidosa de los electores acabarían con un político protegido por una coraza de diamantes.

Para lo que nos ocurre ahora mismo tuvo razón Helmuth Schmidt al decir que si un político cree tener visión hay que enviarlo al médico. La visión ha abandonado la vida política: de una parte, por eso la visión de Bill Gates corresponde a otro orden de cosas y, en segundo lugar, esa es la razón por la que los líderes más conspicuos están apareciendo en los extremos políticos y no en sus corrientes centrales. La Unión Europea es un caso manifiesto. Sarkozy y Merkel, siendo personalidades políticas de intensidad, pronto se han visto lastrados por el deterioro ineluctable de unos ecosistemas sometidos a vaivenes esquizofrénicos y giros imprevisibles, con el contador demoscópico dando bajones en porcentajes que desbordan a cualquiera. ¿Cómo iban a buscar los Veintisiete un presidente del Consejo que fuese a la vez un Bismarck, un Jefferson y un Bolívar?

En España, la experiencia resulta incluso más aguda. En los años cincuenta, el laborista británico Aneurin Bevan previó ya el crepúsculo de los líderes: «Hombres cada vez más pequeños dándose aires en escenarios cada vez más estrechos». Esa sería la botella medio vacía. La botella medio llena es que la política sigue siendo una tarea vital y noble, que la sociedad necesita de los mejores para la cosa pública y que hemos de saber votar a quienes sean más capaces de gobernar una complejidad que a veces nos parece literalmente ingobernable.

En «La clase creativa», Richard Florida describe los nuevos agentes de una economía impulsada por la omnipresencia del cambio, la necesidad de flexibilidad y la importancia de la velocidad. Son factores extrapolables a la política de nuestros días, obligada a interpenetrarse con la sociedad del conocimiento. Más allá de la recesión actual, habrá que adaptarse a algo distinto, que pasa por reciclarse, por capacitarse y ser productivo, por ser trabajadores y profesionales más creativos, en un contexto de incrementos grandes en I + D. Eso es lo que hay que saber liderar y no la batalla de Lepanto.

Hacen falta políticos para esa sociedad más creativa, un sector que en los Estados Unidos ya es un 30 por ciento de la población activa. Insiste Richard Florida en que la creatividad es multidimensional como fuente decisiva de la ventaja competitiva. Desaparece por un horizonte una tipología del líder y aparece más allá esa nueva clase creativa, la economía del conocimiento. Nokia, líder mundial de teléfonos móviles, es una multinacional de un país como Finlandia, que no llega a seis millones de habitantes; no llega a los cinco Nueva Zelanda, triunfadora con «El señor de los anillos». Eso es: el futuro pertenece a las sociedades lideradas con tino y rigor desde la constatación de que la creatividad humana es el recurso económico definitivo. Hace unos años lo llamábamos post-capitalismo.

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