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El truco

Siete reformas de la Ley de Extranjería en diez años indican que España no sabe qué hacer con la inmigración. Que falta un criterio coherente sobre el asunto esencial, que es el de cuántos inmigrantes pueden venir y en qué condiciones se pueden quedar. Que la decisión de cerrar o abrir la puerta ha obedecido hasta ahora a impulsos de índole electoralista y no a razones estratégicas de Estado. Y que nuestros grandes partidos son incapaces de acordar un marco estable que sobreviva a su alternancia de poder y a los bandazos políticos de sus propios programas.

Por más que unos y otros se tiren los inmigrantes a la cara, cruzándose acusaciones de buenismo y de xenofobia, la ausencia de claridad alcanza por igual a socialistas y populares, que blanden políticas elásticas improvisadas a tenor de las encuestas de opinión pública. Manuel Pimentel dimitió de ministro cuando Aznar le rectificó sus planes de acogida generosa imponiéndole una legislación restrictiva, y Zapatero se cargó a Jesús Caldera reprochándole una excesiva benevolencia regularizadora... ¡que él mismo le había ordenado! Esa incongruencia legal que ahora admite José Blanco representa también una flagrante incoherencia política en tanto que el Gobierno que reconoce la contradicción no pone voluntad alguna para solucionarla. Simplemente, el poder vive mejor en el limbo de un absurdo porque la ambivalencia jurídica le permite bascular el criterio a medida de la demanda de coyuntura. Hay una ley que sanciona la expulsión de los sin papeles y otra que obliga a empadronarlos; en pura lógica, los empadronados sin permiso de residencia deberían ser de inmediato devueltos a sus países, pero en la práctica prevalece ante semejante desatino la doctrina del arraigo respaldada por la jurisprudencia del Constitucional y del Supremo. Se trata de la consagración de la ambigüedad y de los hechos consumados ante la ausencia de una política razonable.

Zapatero tiene razón cuando denuncia el «truco» subterfugial e indecente de Vic, pero la política gubernamental se basa también en el truco de aplicar a conveniencia un principio y su contrario sin modificar la legalidad que permite el equívoco. El presidente recién llegado mandó regularizar a la brava a setecientos mil irregulares de una tacada: abre la muralla. Cuando los sondeos reflejaron la inquietud popular y el PP le madrugó la iniciativa de canalizarla, liquidó al ministro que cumplió su encargo y quiso poner cara de antipático: cierra la muralla. Pero la realidad es la que es: de un modo u otro casi todo el que llega se acaba quedando. Sin planificación, sin control, sin reglas y sin método. Y en medio del caos legal y administrativo de un país que no sabe decidir cuántos extranjeros necesita y cuántos puede acoger, la única política de flujos migratorios la está haciendo por su cuenta la crisis económica.

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