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La España analfabeta

CUENTAN los más viejos de los normaliens parisinos (esa «aristocracia republicana», por hacer uso del tópico puesto en rodaje por Condorcet en 1789) la convenida broma con la cual cierto eminente profesor daba la bienvenida a los novatos recién llegados a la École Normale Superieure ... el primer día de clase: «Tomen ustedes los Ensayos de Montaigne...» Seleccionaba un pasaje. «Procedan a la traducción inversa en latín clásico». Siempre había un pardillo que hacía la pregunta: «¿Podemos sacar el diccionario?» El venerable profe fijaba su atención melancólica más allá de la ventana. Hacía el gesto vago de señalar hacia un punto invisible: «Bueno, si usted quiere acabar allí..., puede sacarlo». En la indolencia despreciativa del «allí», todos ponían nombre: la Sorbona. Si hoy alguien en una Universidad española hiciera algo parecido, se quedaría sin alumnos. Si es que no era a él a quien pusieran de patitas en la calle. Existió la Instrucción Pública. En Europa. Y hasta algo de ello llegó a existir en España. Aun en medio de la mugre del franquismo. Mi infancia fue asquerosa. La enseñanza que recibí, bastante buena. Infinitamente superior, en todo caso, a la que trae a la Facultad el mejor de mis estudiantes. No es ésta la menos triste de las paradojas españolas.

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