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¿Existió Haití?

EN el año 1794, no había más nación independiente en el continente americano que los Estados Unidos. En el año 1794, Francia ve desangrarse a los mejores hijos de su revolución en las semanas vertiginosas del delirio terrorista. En el año 1794, la guillotina desembarca en Puerto Príncipe. Y, con ella, la segunda independencia nacional de América: la de Haití.

Todo había empezado un poco antes. Como eco de la Revolución que rugía en la metrópoli. El 14 de agosto de 1791 -dos años y un mes después de la toma de la Bastilla-, Dutty Boukman oficia en Bois-Caïman la liturgia vudú que tendrá valor de mito fundador: los esclavos celebrantes beben esa noche la sangre de cerdo negro que los hará invulnerables. Una semana después, se inicia la matanza de los amos y la incineración de sus posesiones. Perecen más de mil colonos blancos. Arden ciento sesenta y una plantaciones de azúcar y mil doscientos cafetales. La isla es una hoguera. Boukman es finalmente apresado y decapitado. Su lugarteniente François-Dominique Toussaint, que muy pronto cambiará su apellido por el de Toussaint-Louverture, toma el relevo. Conducirá la revuelta hasta un éxito total que, en su transcripción mágica del modelo jacobino, sólo se considerará consumado cuando todos los no esclavos -sea cual sea el matiz de claridad de su piel- hayan sido ejecutados. «Hermanos y amigos» -proclama a modo de manifiesto de su exaltadora aventura-, «yo soy Toussaint-Louverture... Emprendo la venganza de mi raza». El 4 de febrero de 1794, la Convención parisina abole esclavitud en todos los territorios franceses. Nombrado en 1796 General de Francia y potestad indiscutible en la isla, Toussaint deriva hacia el delirio: ordena liquidar a sus oponentes, desencadena una violencia racial aniquiladora, implanta, en 1800, el trabajo obligatorio, calco de la esclavitud, y dicta en 1801 una Constitución que preludia la independencia de 1804; pero, para esa fecha, Napoleón habrá acabado ya con el incómodo personaje, tras una mutua campaña de exterminio, de la cual saldrá la isla reducida a cenizas, material y moralmente y para siempre. Y la «primera república negra del mundo», que la mitología nacional erige en epopeya, se alza, así, sobre el solar devastado de lo que fue un paraíso. ¿Luego? Tiranos inimaginables. Magos tribales que gobernaron a golpe de arbitrio absoluto y de vudú. Duvalier, el más pintoresco en lo sanguinario. No el único. Y la última esperanza de Haití se la llevó por delante, en 2004, Jean-Bertrand Aristide, un clérigo reconvertido en hechicero, al cual soñamos un día portador de democracia para su trágico pueblo. Jamás hubo un Estado allí. Ahora, hay nada.

Todo lector sabe lo que significa el lema de la Asinaria de Plauto, sobre el cual Hobbes funda su De Cive: si «el hombre es un lobo para el hombre», sólo la institución de un conglomerado de poder incomparablemente más alto que el de ningún individuo, el Estado, podrá poner freno al homicidio interminable. También en esto, la naturaleza aborrece el vacío: allá donde no hay Estado, impera el crimen. Y, a la tragedia teológica de una catástrofe que borra de un plumazo a poblaciones enteras -ese terrible enigma que, tras el terremoto del Lisboa del año 1755, formulara Voltaire bajo la agria paradoja de «un Dios que se venga de los hombres»-, se suma la tragedia moral de los supervivientes que, a continuación, deben saquear y, si se tercia, matar para seguir viviendo. Las almas delicadas entienden enseguida que es obligación mandar víveres. ¿Entenderán también que es igual de urgente mandar hombres armados para poder distribuirlos?

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