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Alfacar legendario

LOS muertos no están en ninguna parte. O están en todas, si se prefiere. Los muertos habitan sólo en la memoria. Que inventa su narración, a la medida del presente, al invocarlos. Vivimos todos con nuestros muertos a cuestas: somos ellos. Pero nadie que esté en su sano juicio puede confundir el indispensable subjetivo mundo de sus afectos con la fría objetividad de la historia. Amalgamar ambos planos tiene un nombre: apologética. Sus consecuencias son funestas.

Lorca existe en sus obras. Nada más. El polvo de los hombres muertos es polvo sólo. Indistinto de cualquier otro. Dos mil seiscientos años después, la voz del gran Heráclito de Éfeso debiera conmovernos: no hay nada en los cadáveres. La plenitud de un alma noble, si la hubo, está sólo en todo aquello intemporal que por ella fue forjado. Los monumentos funerarios son sórdidos homenajes a la superstición más negra: esa que prima muerte sobre vida. ¿Qué me importa el lugar donde revuele el polvo que una vez fue Aristóteles? Dejo correr los ojos sobre el texto prodigioso de la Metafísica y allí está cuanto de Aristóteles permanecerá inmune al horadar del tiempo; Aristóteles es esas letras; como es Rembrandt esos golpes brutales de pincel; como sólo hay Monteverdi en el sosiego de la voz con la cual Cathy Berberian pone, en este presente en el que escribo, la insoportable melancolía de Ariadna. La obra maestra abole cualquier presencia corporal de quien la hizo: es la obra de todos, la de nadie. Y por ello es eterna.

Pero el historiador, el historiador debe sobreponerse a sus afectos. Su tarea es áspera y glacial, o bien no es nada. Por eso su enemiga es la memoria, que está hecha sólo de afectos proyectados hacia atrás desde el presente; de esos afectos en los cuales inventamos retrospectivamente un sentido legendario a nuestras vidas. En la memoria habla el mito. La historia empieza donde el mito calla y al sentido se opone el seco dato. No existe obligación de hacer historia. Pero quien quiera hacerla está forzado a una ascética sentimental estricta. Y esa ascética puede ser muy dolorosa. Y no hacerla puede ser que nos consuele. Pero buscar consuelo al precio de ajustar los datos a la medida que nuestros deseos nos exigen, es la vía más segura al desastre. La historia legendaria es siempre coartada de algo. Jacques Le Goff advertía de su peligro a los historiadores: «La memoria no busca salvar el pasado más que para servir al presente y al futuro». Y de esa servidumbre todo poder hace uso rentable y odioso.

Le lección -ruda lección- de lo que acaba de suceder en Alfacar debiera, al menos, hacernos entender eso para lo cual Todorov nos dejó una fina herramienta en Les abus de la mémoire: que «memoria histórica» es, en rigor, un oxímoron, una frontal contradicción en los términos; que la personal memoria es una red de mitologías coherentes, en cuyos nudos construye un sujeto su identidad simbólica e imaginaria; que la impersonal historia busca tejer con constancias materiales, archivos y monumentos la red de determinaciones múltiples que permite fijar un hecho, desnudo de valoración, de afecto, de deseo. Que la historia comienza donde la memoria calla.

La lección -ruda lección- de Alfacar es que no se puede trocar un relato oral en verdad histórica, por muy respetable que el sujeto que nos habló sea. Porque todo sujeto que recuerda miente. Sin saberlo siquiera. Porque no hay memoria humana que no sea leyenda del pasado a su medida. Y todo lo que de conmovedor tiene el afecto para aquel que en él vive, se trueca en fraude cuando del sólo afecto se pretende hacer historia. Como en Alfacar.

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