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Agua sucia en las piscinas de riñón

En Hollywood pasan muchas cosas, desde luego, y el cine se ha encargado en numerosas ocasiones de contárnoslas. Y al menos en una docena de ellas, de modo magistral: desde la cima de lo trágico a la sima de lo cómico. Ahora lo hace Barry Levinson, y tanto lo envuelve de sátira y sarcasmo que deja un retrato espeluznante de la fauna que se dedica a hacer y vender las películas. Espeluznante y desternillante.

El foco está puesto en un productor, Robert De Niro, a cuyo alrededor bailan, surgen, discuten, se suicidan y sueñan un sinfín de personajes dentro de un cliché: el agente, la estrella, la familia rota, el guionista paliza, el director gusano, el cineasta creador, la actriz incipiente y sensual, la dueña del Estudio... Un día cualquiera de un productor de Hollywood es tan relajado y psicótico como el de un conejillo en la jaula del tigre, con el agravante de que ese productor interpretará ambos papeles. Robert De Niro borda al tipo: duro y blando, y todo lo contrario; comprensivo, paternal, amoroso, sin escrúpulos, sin principios, poderoso, temeroso... Todo ello con su cara de chino jugando al majong.

Pero, Robert De Niro sólo es la punta del iceberg: la mole semihundida son las pinceladas de John Turturro riéndose de su agente o de Bruce Willis riéndose de sí mismo (es impresionante el papel que hace Willis, el de una estrella impresentable, macarra, hortera, egoísta, berzotas, sin el menor interés o cultura y con el nombre de Bruce Willis; nadie hubiera sido capaz de interpretarse con tanta precisión..., y sentido del humor); o Sean Penn en papel de Sean Penn, un actor que se cree Michelangelo en su Capilla...

El apartado «vida personal de un productor», con sus dos ex familias, sus hijos, las diversas y magníficas pensiones y mansiones, el teléfono móvil humeante... ¡Muy divertido!, ¡Con qué cromático escarnio se retrata el fracaso, la vida en un hilo..., dental! Ésta es, digamos, la parte humana de la película y el lugar, y luego está la otra parte, la profesional, que está tramada para que la desproporción nos dé la justa medida. Asuntos como el papel del director en la película, o su dignidad para aguantar sus ideas en el montaje, o los afanes por ir al Festival de Cannes, o lo que es el gran «macguffin» de lo que pasa en Hollywood, que Bruce Willis se deja una barba de mormón porque le da la gana y los dueños de la película que va a rodar exigen que se la afeite: gran pulso alrededor del séptimo arte.

La anécdota del perro y el final de la película que están rodando es tan demoledora como divertida, pero más que otra cosa es reveladora de que sí, en efecto, algo pasa en Hollywood, que es como decir que algo pasa en el cine y que algo pasa en el mundo.

Sin duda, a la película de Levinson le falta finura y hondura en su análisis y observación, pero está cargada en cambio de acidez y sorna. El resultado es que uno saca de ella la impresión adecuada y la diversión merecida.

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