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La lección de Solé Tura

EL cardenal arzobispo de Barcelona, Lluis Martínez Sistach, acaba de sumar su voz al editorial que, con alarmante y disciplinada unanimidad, publicaron hace unos días los diarios de Cataluña. El reino de monseñor es de este mundo y, en sintonía con el tripartito instalado en la Generalitat, ha querido dejar constancia de «la preocupación e inquietud del pueblo catalán sobre el Estatut que es la norma fundamental de la configuración de muchos aspectos capitales de nuestra convivencia social» frente a la largamente esperada sentencia del Tribunal Constitucional. Eso es, en lo ciudadano, como sería en lo religioso anteponer los mandamientos de la Santa Madre Iglesia al Decálogo que Dios Padre le entregó a Moisés en el Sinaí; pero doctores tiene, supongo, el Vaticano que le sabrán reprender.

La Constitución, de la que precisamente hoy celebramos aniversario, es la única «norma fundamental» de la convivencia española y los Estatutos que de ella se derivan han de entenderse como una más de sus destilaciones. Lo de la dignidad es otra cosa, más moral que política, que sobrepasa, por lo que tiene de individual e íntima, la dimensión del grupo. Los obispos catalanes vienen pidiendo el reconocimiento «de los derechos de nuestro pueblo a su identidad nacional». No es tan fácil como parece darle a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.

Jordí Solé Tura, uno de los padres de la Constitución que acaba de dejar este mundo, luchador por la libertad y catalán de raza, escribía en 1985 «Nacionalidades y nacionalismos en España», un libro que ha ganado fuerza y oportunidad en estos veinticinco años. En su introducción aseguraba el antes intelectual y profesor que político militante que «los nacionalismos llevan a un callejón sin salida porque implican la permanente puesta en duda del modelo político de la Constitución».

Perseverar hoy en el debate nacionalista y seguir enfrentando a la Nación con sus distintas nacionalidades, por mucho que ello pueda enfervorizar a monseñor Sistach, es una grave irresponsabilidad. El interés de un grupo social o político no debe anteponerse al de toda la Nación y menos todavía cuando la necesidad -la real, no la retórica- sacude a millones de parados y los pronósticos más solventes anticipan la continuidad de la crisis. El primum vivere es un mandato racional y ético que solemos olvidar por estos pagos.

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