Donde viven los monstruos
Contaba Paul Naschy que la mejor manera de borrar a los fantasmas y vampiros de su infancia de posguerra ("tiempos de fielatos, estraperlo, pan de borona, boniato y achicoria") fue a base de enfrentarlos a otras criaturas tanto o más sobrenaturales que salían de la ... gran pantalla. Bueno, más bien de medianas estilo la del cine Iris, local de reestreno de poca monta donde, allá por 1942, vio "Frankenstein y el hombre lobo", una de las películas que le inocularon el gusanillo fantaterrorífico a desarrollar durante los siguientes sesenta y pico años. Lo mejor de todo, al menos para el que suscribe, es que lo contó en el prólogo de mi primer libro, "Bela Lugosi. Drácula vampirizado", dándome así la alternativa en el ruedo literario como mandan los cánones y por la puerta grande. Supongo que en todos estos años me he empeñado en alcanzar al menos la suela de tales zapatos de siete leguas, así que también son ganas de pelear contra gigantes ultraquijotescos.
Sin embargo, ese no fue mi primer encuentro con Jacinto Molina (por cierto, siempre me parece odiosa la primera persona del singular en el periodismo, pero para un buen amigo que he tenido en este mundillo, merece la pena pecar de egotitis ocasional): cierta crítica en la desaparecida revista Cinerama, referida a la inmunda "Brácula" y donde le citaba entrañablemente, hizo diana en su honrilla profesional. Porque hay que decir que Naschy defendía con uñas y dientes cualquier filme que rodó en su carrera, y los había de arrea. Por suerte, su caballerosidad y su condescendencia con un novato plumilla no sólo licuó en agua de borrajas tal malentendido, sino que solidificó una amistad que ha durado hasta su muerte. Aparte de ser una figura fundamental en la consolidación del cine fantástico español (ese que ahora proporciona los mayores dividendos para nuestra debilucha industria), Molina supo que la mejor manera de valorar un producto es creer en él y tener confianza ciega hasta el final.
Quizá ese entusiasmo le hizo sentirse poco reconocido en nuestras fronteras, mientras que en Estados Unidos le tenían como un auténtico mito, a la altura de Karloff, Price o Lugosi. Pero nunca se rindió a la amargura o la autocomplacencia: amaba demasiado a su trabajo, a su género preferido y a su propia leyenda, construida paso a paso y susto a susto. A algunos mentecatos le hacía gracia que un señor llamado Jacinto se disfrazara de hombre lobo. Allá ellos porque nunca valorarían la capacidad como actor que demostró en "El caminante", "Licántropo" (pese a la lamentable producción) o "Rojo sangre", por poner ejemplos dispares.
A principio de año, recibí una llamada suya anunciándome su enfermedad y se me encogió el alma como ahora mismo. Él continuó infatigable con sus múltiples proyectos con la energía de un gladiador, que es lo que siempre ha sido. Ahora se ha ido con los deberes bien hechos y con los fans ávidos por ver su último trabajo, "La herencia Valdemar". Y, lo que son las cosas, justamente esta tarde he visto una película que no tiene nada que ver con Paul Naschy aunque su título no deja de recordarme a él: "Donde viven los monstruos". Seguramente, y en su caso, en algún caserón sombrío pero coqueto, lleno de libros, fetiches y algún mayordomo cargado de espaldas pero con acento a lo Peter Cushing. El paraíso, vaya. Qué suerte tienen algunos. Gracias por los recuerdo, amigo.
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