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Crisis constitucional

POCA solución hay ya. La larga parálisis del Tribunal Constitucional ha desembocado en lo que era previsible: una crisis constitucional de hecho. El Estatuto de Cataluña era casi transparentemente incompatible con aspectos cruciales de la Constitución española. Un rápido esclarecimiento de esos puntos hubiera dado ocasión a corregir lo corregible y, si era preciso, volver a la casilla de partida. No se hizo. Tal vez porque la inercia se ha convertido en la única norma de funcionamiento de la política española y ha acabado por contaminar también a la última instancia de control de garantías. Era, a poco que se pensase en frío, un mal cálculo: la política aborrece el vacío, y el paréntesis -el largo paréntesis- generado por el Constitucional, ha ido siendo llenado por un despliegue institucional de las tesis del Estatuto, que buscaba fijar una situación materialmente irreversible. El doble golpe de la formación de un remedo catalán de Tribunal Constitucional propio y de un manifiesto de uniformidad editorial sin precedente en la prensa española, alza acta de que los últimos envites han sido hechos. Y la expresión del Presidente Montilla, llamando a ir hasta las últimas consecuencias para imponer su vigencia, es cualquier cosa menos retórica.

En sus fundamentos hay algo difícilmente conciliable: la Constitución española pone como sujeto constituyente al pueblo español; el Estatuto otorga esa potestad a la nación catalana. Uno de los dos textos tiene que ser reformado para que el otro exista. Y, dada la preeminencia de la Constitución sobre cualquier otra norma, no queda más que excluir la viabilidad del Estatuto catalán. Al menos, hasta que una sustancial reforma de la Constitución española haya sido llevada a cabo. Sólo entonces, si esa reforma hace desaparecer del texto al sujeto constituyente de la de 1978, la nación española, podrá pasarse a elaborar un Estatuto que otorgue función constituyente a una región concreta, la que sea, del país que se extingue. Sería, pienso yo, abrir una dinámica desastrosa. Pero legal, en todo caso. Porque toda Constitución que sea tal incluye una previsión precisa de los procedimientos mediante los cuales pueda, en su totalidad, ser modificada.

En la Constitución de 1978, esos procedimientos están muy claramente definidos en el Artículo 168, que establece las condiciones de reforma cuando lo que esté en juego sean aspectos axiales del texto:

«1.Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título preliminar, al Capítulo II, Sección 1.a, del Título I, o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes.

2.Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras.

3.Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación».

Es un procedimiento complejo, pero factible. Puede que haya llegado el momento de aplicarlo. Puede que este pobre país haya llegado a ese confín de su destino que Francesco Guicciardini describe como el drama mayor de un ciudadano: «Todas las ciudades, todos los estados, todos los reinos son mortales... Pero un ciudadano que se halla ante el fin de su patria no debe dolerse tanto de la desgracia de ella cuanto de la suya propia: porque a la patria le ha sucedido lo que en cualquier caso debía sucederle, pero la desgracia es la de aquel al que le tocó nacer en el tiempo en que tal infortunio va a producirse».

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