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Un obispo contra los sepultureros

ACEPTEMOS la versión del descreído; aceptemos que la Iglesia católica es una mera sociedad humana, al estilo de un club de fútbol. Si un dirigente de un club de fútbol, invocando los estatutos de la sociedad que representa, advirtiera a los socios que el impago de las cuotas determina la expulsión del club, nadie se sentiría ofendido o amenazado: a quienes no perteneciesen al club, la advertencia del directivo les importaría un ardite; y a quienes sí perteneciesen, tal advertencia sólo les recordaría que, al ingresar en dicho club, aceptaron cumplir con las obligaciones que se establecen en su estatuto. Pero llega el obispo Martínez Camino y advierte a los católicos, invocando la doctrina de la Iglesia, que quien apoya el aborto no puede comulgar, o que quien lo perpetra incurre en excomunión, y tanto los descreídos como algunos sedicentes católicos se sienten ofendidos o amenazados. ¡Extraña reacción!

Unos y otros acaban tachando las palabras de Martínez Camino de «intromisión» en un ámbito que no le compete. Pero lo cierto es que Martínez Camino ha permanecido quietecito en el único ámbito que le compete, que es el de la ley de Dios o, dicho desde la perspectiva de un descreído, el de las normas que regulan la pertenencia al club que representa. Existe una confusión creciente en torno a lo que debe considerarse ámbito político y ámbito religioso. Si la política se enreda en cosas temporales, los obispos no deben intervenir; pero si la política invade los fundamentos éticos que se desprenden de la misma naturaleza humana, los obispos tienen la obligación irrenunciable de intervenir. Si no lo hicieran, estarían renegando de su ministerio; y, desde ese mismo instante, dejarían de ser obispos. Martínez Camino no ha hecho sino recordar lo que establece el catecismo de la Iglesia católica; en lo que cumple con su obligación, que no es otra sino predicar sobre los terrados lo que un día Cristo le susurró al oído.

Decía Chesterton que necesitamos curas que nos recuerden que vamos a morir; pero -añadía- mucho más necesitamos curas que nos recuerden que estamos vivos. Las declaraciones de Martínez Camino nos demuestran que es un cura de la segunda especie; o, dicho más propiamente, un cura capaz de resucitar a un muerto. Porque, desde luego, una sociedad que acepta el aborto es una sociedad fiambre; y los políticos que se creen investidos del poder para convertir un crimen en un derecho son sus sepultureros. A los sepultureros les jode sobremanera que un cura pronuncie palabras capaces de resucitar a un muerto; y enarbolan el azadón y la pala, dispuestos a descalabrarlo, por no dejarles desempeñar su oficio en paz, que es la paz de los muertos. Y es que las palabras de Martínez Camino, al fin y a la postre, apelan a principios antropológicos y éticos arraigados en nuestra naturaleza; principios tan evidentes como que la vida humana tiene que ser respetada y protegida en todas sus fases, pero muy especialmente allá donde más frágil e indefensa se halla. Y es natural que quienes han introducido la amoralidad como cimiento de la acción política, quienes han declarado abolidos todos los principios como medio para alcanzar los fines más execrables, quienes niegan la posibilidad de fundar las leyes sobre un razonamiento ético objetivo, quienes -en definitiva- conciben la política como una asociación organizada para la libre delincuencia que «legitima» los crímenes mediante la mera aritmética parlamentaria se revuelvan furiosos, al comprobar que las palabras de Martínez Camino hacen rebullir en el ataúd a quien ya creían muerto.

Para atreverse a resucitar a una sociedad que yace en el ataúd hace falta, desde luego, tenerlos muy bien puestos. Y es que los buenos curas, los curas capaces de resucitar a un muerto, deben ser célibes, pero en modo alguno eunucos.

www.juanmanueldeprada.com

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