Vidas partidas: rebeldes frente al Muro
El paredón que dividía en dos Alemania se alzó también por mitad del corazón de muchos germanos, cuyas vidas fueron quebradas y a menudo arruinadas en aras de una ideología fanática
Cuando Herta Müller presentó hace poco «Protocolo de un interrogatorio», del poeta disidente Jürgen Fuchs y el fotógrafo Tim Deussen, no sabía que pronto iba a convertirse en la premio Nobel de 2009. La vida ha dado muchas vueltas en el Berlín del último siglo. ... Hace años, en los tiempos del comunismo, tampoco Deussen sabía la historia en que le envolvería su nueva casa. Ni la antigua dueña de ésta que el Muro la apartaría de ella y sería okupa en el otro Berlín. Ni el poeta Fuchs, que moriría a consecuencia de su estancia en la cárcel. Ni que sería declarado enemigo público de la República Democrática Alemana (RDA) por criticar la deportación de su amigo Wolf Biermann, a quien la Stasi le pondría sus maletas en la frontera cuando salió de gira en noviembre de 1976, lo que desataría uno de los mayores escándalos culturales de la guerra fría inter-alemana. Peripecias en el imperio del eufemismo protector y de su único intérprete, el partido de la Unidad Socialista (SED).
En el homenaje, Herta Müller abrazó a la viuda de Fuchs, y Biermann a ambas. Veinte años habían pasado desde la caída del Muro y más de 30 desde los hechos que unieron como una familia a un grupo de escritores y artistas, violentados física y moralmente por su propio Estado y por algunos compañeros chivatos. En los 90, cuando Fuchs y Biermann solicitaron sus actas de la Stasi, descubrieron que los escritores Sascha Anderson, David Menzer y Fritz Müller estaban entre los topos.
Atrapada en el Este
El llamado muro de «protección antifascista» fue edificado por mitad del corazón de mucha gente, tal y como titula su tragedia Sigrid Paul. Esta dentista tenía a su bebé enfermo en un hospital de Berlín Oeste el 13 de agosto de 1961, cuando la ciudad se cerró y ella quedó atrapada en el Este. Por intentar reunirse con su hijo, fue encerrada 19 meses en la prisión de Hohenschönhausen.
A sus 75 años, Sigrid Paul ya «sólo desearía volver a hablar» con su interrogador. «Le he escrito, pero es tan cobarde… en la dictadura se sentían fuertes, en la libertad son basura». Su apartamento carece de puertas y tabiques a resultas de su trauma, «ni siquiera cortinas», y aún llora al pensar en los cinco años que su hijo permaneció abandonado en aquel hospital.
Berlín está taladrada de metralla, pasadizos y memorias
Berlín está taladrada de metralla, pasadizos y memorias por las que el frío de la historia y sus ideologías atraviesa vidas reales. El de Müller ha sido un Nobel a la literatura del desamparo y la persecución, como su propia andadura o la del fallecido Fuchs, o la del cantautor Biermann, ese Aute de la RDA casado con la actriz Eva Maria Hagen, madre de la primera punki del Este, Nina Hagen.
Es difícil entender cómo el buen Fuchs pudo convertirse en enemigo público con poemas fotocopiados. En su despacho del Memorial-Prisión de Hohenschönhausen, Hubertus Knabe recuerda que un régimen así «no podía permitirse la mínima disensión porque peligra». Y si la había, «requería de inmediato una autocrítica pública genuflexa. No era una simple dictadura bananera: el socialismo se investía de una justificación superior».
El estudioso Knabe, cuyo padre nació en la RDA y luego cofundó Los Verdes en Alemania occidental, desmenuza un sistema que heredaba, «a la vez que encubría», usos del nazismo: «El llamado antifascismo sirvió a muchos para apañar biografías enteras». Dan cuenta de su vileza los 300.000 encarcelados en la RDA por motivos de opinión, supuestos o reales. «Hasta que sus crímenes no estén tan grabados en nuestras mentes como los del nazismo no habremos superado esa herencia», dice apuntando a la ola de nostalgia de Alemania del Este dirigida por el partido La Izquierda, heredero de quienes rigieron los destinos de la RDA y que, en Turingia, tiene su domicilio irónicamente en la nueva calle Jürgen Fuchs. Ellos se niegan a usar esa dirección en sus documentos oficiales.
«Teníamos hambre atrasada del Oeste»
De aquellos tiempos, la cantante del Este Annet Louisan apenas recuerda que «te llevaban a la directora por llevar una camiseta de Mickey al colegio». Y que la disciplina exigía empezar la mañana a la voz de «Por la paz y el socialismo: ¡Estad preparados!» Y «teníamos que contestar ¡preparados, siempre!». Annet Louisan tenía sólo 12 años en 1989, y supo que algo sucedía al ver llorar a su abuelo: «La emoción se le mezclaba con el miedo a las represalias y a los rusos». De repente, su madre mandó empaquetar... y ya «no paramos hasta llegar a casa de mi tía en Hamburgo. Teníamos hambre atrasada del Oeste».
El mismo impulso de correr y no parar confiesa la escritora Barbara Bollwahn, que viajó hasta España y Latinoamérica; o uno de los últimos presos de Hohenschönhausen, Manfred Haferburg, quien tampoco paró hasta llegar a París. Recuerda no haber dormido una sola noche durante su condena: «Cada 15 minutos te encendían las luces; sabían destrozarte los nervios». Tras rehusar entrar en el partido y ver «cómo destruían» su vida, su carrera y su familia, intentó huir. Lo atraparon. Cuando cayó el Muro «quería arrancarles las máscaras, que vieran sus almas sifilíticas. Hoy ya es irrelevante».
Pero tampoco era un mundo en blanco y negro, sino envuelto en la más confusa bruma. Marianne Gross se marchó porque no podía estudiar: «Era un enemigo de clase. Mi padre fue propietario de este edificio y de la fábrica de tejas del patio», cuenta en el mismo edificio que ha vendido al fotógrafo Deussen. En Berlín-Oeste, esta «propietaria» se convertiría en okupa.
«Me fui sobre todo porque mi madre era tiránica y quería libertad. Pero mi hermano no, y aquí se quedó» ¿Hablaban de política cuándo se visitaban? Gross, perpleja: «¿Y por qué?» Ella no huyó: «El muro no existía, sólo era entonces un control militar». Gross recuerda «la tarde de verano en que corrió el rumor de que empezaban a levantar el Muro. Oímos los tanques americanos, pensamos que empezaba otra guerra». Veintinueve años después se enteró de la caída del Muro por los súbitos timbrazos de su familia del Este: «Sobre todo, querían ver el campanario roto de la Iglesia-Memorial, la única imagen que conocían del Oeste».
A sus 19 años Sibylle Gertler decidió escapar por Checoslovaquia: «Fui atrapada por un guardafronteras checo y encarcelada para reeducación». Al guardafronteras tampoco le había ido bien: era marino, pero estaba allí castigado por la fuga de su hermana. La libertad de Sibylle costó 12.000 euros a la RFA. La noche en que, 10 años después, contempló cómo la gente se encaramaba al odiado muro, lloró ante el televisor. Su marido, sociólogo de Düsseldorf, no encontró a sus primos orientales hasta la mañana siguiente. Wilfried y Doris se habían acostado temprano. «Esperábamos la libertad de viajar, de comprar lo que no había, de no esperar 20 años por un coche». Ahora tienen coche y su primo, el sociólogo, una cátedra en Jena, la ciudad de Fuchs, pero para los orientales es uno de los que vinieron a «quitarles» el puesto.
«Creía en el socialismo»
Más que el Muro duraría el matrimonio de Helga y Wolfgang Aue, separados en 1961 por su construcción. Con 24 años, Helga era «una ciudadana leal... creía en el socialismo», pero, sobre todo, estaba apegada a su barrio de Pankow, a sus padres y a su empleo. Wolfgang era viajante, del occidental Spandau, se habían conocido en el cine Babylon y casado cinco años antes del muro. «El partido me puso ante los papeles de divorcio, pero nuestra relación estaba por encima. Al principio llevaba a los niños a la Wollankstrasse, para que saludaran de lejos a su padre». Quedaban en verse en la feria de Leipzig, luego lograron pases de Navidad y Pascua y, finalmente, se organizaron para pasar las vacaciones juntos en Hungría… así hasta 1989.
En «El cielo partido», de la escritora oriental Christa Wolf, la joven Rita llega a clamar: «¿Quién en este mundo tendría derecho a poner a un ser humano ante una elección que, elija lo que elija, exigirá una parte de su propio ser?». Una cuestión clasificada, según Knabe, como basura ideológica por cuantos «se atenían sólo al destino superior del socialismo».
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