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Humanidades

CUNANDO, hace cuarenta años y pico, anuncié a mis padres que había decidido estudiar Filología, no hubo drama familiar, pero intuí que subía peligrosamente de nivel la decepción que les causaba por otros variados motivos. No llegó a mayores, porque mis profesores lograron medio convencerles de que iba a producirse, en un futuro indeterminado, una demanda masiva de titulados en Filología, Filosofía e Historia para asesorar a las grandes empresas multinacionales que desembarcarían previsiblemente en España. La verdad es que ni yo mismo me hacía ilusiones sobre las perspectivas profesionales y económicas que pudieran abrirme tales estudios. Sencillamente, éstos me apasionaban y no han dejado de hacerlo. Si volviera a empezar, repetiría la experiencia. Sobra decir que nunca tuve ocasión de iniciar a equipo alguno de ejecutivos de Silicon Valley en el conocimiento de la poesía del Siglo de Oro, pero debo a la Filología fastuosos placeres intelectuales, algunos ligues memorables y la esperanza de no aburrirme demasiado en mi ya cercana vejez, que pienso dedicar a la reconstrucción del vasco hablado en el neolítico o a alguna otra actividad asimismo absurda y amena.

Según Carmen Codoñer, filóloga y catedrática emérita de la Universidad de Salamanca, semejantes privilegios ya no van a estar al alcance de las generaciones venideras. En El País del pasado martes, la profesora Codoñer describe el paisaje devastado y desolador de los estudios humanísticos tras la última reforma de la enseñanza superior, o sea, la conocida como el proceso de Bolonia. Es cierto. Las humanidades -y, sobre todo, la Filología- han sido, sin discusión, los perdedores de la partida. Sin embargo, sería insensato pretender que las víctimas son, en este caso, enteramente inocentes. La desaparición de las humanidades en los nuevos planes de estudio -o su reducción a unas versiones simplificadas y ridículas de las mismas- no es sólo consecuencia de la imposición de criterios utilitarios (o «profesionalizantes») a lo largo del proceso de adaptación a la nueva normativa europea. Habían sido ya minadas desde dentro, como muy bien sabemos quienes llegamos a la universidad a mediados o finales de los años sesenta, cuando aquéllas se convirtieron en el principal campo de batalla de unas ideologías -las de la liberación-, que después se convirtieron simplemente en modas más o menos caprichosas, con su secuela de jergas oligárquicas e incomprensibles. Borges se refirió alguna vez a las «innumerables sectas que adoran las crédulas universidades», y está claro que no hablaba de los estudios de Ingeniería de Caminos. La posibilidad de campar irresponsablemente por los delirios de la modernidad moribunda estuvo reservada desde un principio a las facultades humanísticas. Este tipo de alegrías se acaba pagando en desprestigio.

Dicho lo cual, no puedo menos que coincidir con el pesimismo histórico de la doctora Codoñer. Para la institución universitaria, el desplome de las humanidades representa una catástrofe de alcance fácilmente imaginable. En rigor, supone la disolución del concepto mismo de universidad, íntimamente vinculado a una idea universal del hombre como ser racional, discursivo e histórico. Las humanidades tenían como misión blindar y sostener esta idea. La han traicionado a menudo, y no siempre como Heidegger en Friburgo. Más deletéreas han sido las traiciones cutres y cotidianas, sólo perceptibles por acumulación. Ahora bien, sin humanidades no hay universalidad humana, ni humanitas ni universitas. Quizá buenas escuelas de negocios, pero ese es otro cantar.

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