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El gatillo de Rajoy

EN el clásico cine del Oeste abundaba el personaje del manso cabreado. Un tipo tímido y apacible -el papel lo bordaban Alan Ladd y Jimmy Stewart-, un apocado granjero o un retraído petimetre del Este al que chuleaban los pistoleros con recochineo y petulancia hasta que le hervía el radiador, se le mudaba la expresión timorata y desenfundaba un Colt con cara de muy mala leche. En las sesiones dobles de los domingos, los niños de mi pueblo aplaudían cuando al «muchacho», como llamaban al protagonista, le entraba aquel arrebato entre iracundo y justiciero que dejaba el poblado limpio de forajidos antes de volverse a sus quehaceres lamentando haberse tenido que poner serio. La moraleja venía a ser que no hay peor cólera que la de los pacíficos y que toda paciencia tiene un límite.

El cadáver político de Ricardo Costa, tendido en el saloon en medio de una inesperada humareda, ha permitido ver en el perfilde Rajoy la sombra insólita de ese killer pesaroso. Tanto tiempo y tanta gente hablando de su falta de autoridad y pasándole las manos por la cara le han debido de provocar esa rabia furibunda que brota en los caracteres introvertidos del agotamiento de la calma. Costa desde luego no daba el tipo del forajido torvo de currículum siniestro y helada sonrisa amenazante; más bien parecía el jovenzuelo vehemente y bravucón pagado en demasía de sí mismo, mal aconsejado y poseído de un exceso de confianza. El retrato robot de la primera víctima de un tiroteo. En su ardiente energía retadora había un grave error de cálculo de fuerzas; no tiene ni media bofetada y llevaba pintada en la frente la palabra escarmiento.

La bala que lo ha tumbado es en realidad un disparo de advertencia. Con el revólver humeante en la mano, Rajoy mira con recelo a los pistoleros de más enjundia que revolotean en torno al conflicto de Madrid y su Caja. El ritual de estas escenas está tan visto en el cine que hasta los niños -de antes- jugaban a repetirlo con sus pistolitas de calamina y sus cartucheras de plástico: yo que tú no lo haría y tal y tal, tienes hasta que salga el sol para largarte, forastero. O forastera.

El hombre tranquilo, el contemporizador sheriff de autoridad desafiada amenaza con tomarle gusto al gatillo y empezar a contar muescas en la culata. Quizá se haya dado cuenta de que iban a por él en serio y de que estaba en juego su propia supervivencia. Tiene más de John Carradine que de Gary Cooper, de patriarca cachazudo que de héroe carismático, pero una situación límite puede cambiar el temperamento y la conducta de cualquier ser humano. De repente la inicial comedia de enredo se ha transformado en un duelo en O.K. Corral. Un duelo entre verdaderos enemigos, porque en política los adversarios suelen estar casi siempre al otro lado de la frontera.

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