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Frentes

VA a cumplirse un decenio desde la ruptura de la tregua/trampa de ETA de 1998-1999 y la consiguiente crisis del frente nacionalista de Estella. No creo que sea imprescindible recapitular la historia de este período, en lo que al país vasco se refiere, para esbozar una comparación de su situación actual con la de entonces. Hay diferencias, desde luego, pero también similitudes inquietantes. Lo primero que salta a la vista es que las personas del drama son otras que las de ayer (Arzallus, Ibarreche, Eguíbar, Redondo Terreros, Mayor Oreja, etcétera). No es cuestión de plantear aquel «¿qué se hicieron?» del verso manriqueño porque, afortunadamente (sobre todo, para ellos) gozan, en su mayoría, de una salud decente y de una vida más o menos activa según los casos, pero entre bambalinas. El desgaste generacional ha sido intenso y los protagonistas han cedido a otros sus papeles. La pregunta pertinente es si el guión de la obra ha experimentado cambios sustanciales, y eso es lo que no parece ni medio claro.

El frentismo nacionalista, por ejemplo, está lejos de haber desaparecido (de hecho, ha bastado una convocatoria de los sindicatos abertzales a una manifestación de apoyo a Otegui y demás muñidores de ETA, encarcelados por orden de Garzón, para una reposición callejera del pacto de Estella). Se trata, en el fondo, de un efecto paradójico de la fragmentación del campo nacionalista: la división política impone la estrategia frentista del nacionalismo revolucionario al PNV, reacio, en principio, a asumir aquélla, que nació, hace cincuenta años, como la alternativa propia de ETA. Es un hecho comprobado que la diversificación interna de los nacionalismos coincide con el crecimiento de las correspondientes comunidades nacionalistas, sin que se haya establecido de modo concluyente cuál es la causa y cuál la consecuencia; es decir, si es el aumento de ofertas políticas de signo nacionalista lo que estimula la incorporación de nuevos sectores sociales al nacionalismo, o si, por el contrario, el crecimiento de la comunidad nacionalista desemboca fatalmente en escisiones políticas. Probablemente, ambos fenómenos se dan de un modo simultáneo o sucesivo. Para el caso, no importa. Lo relevante es que cuanto más dividido aparece el nacionalismo, mayor es su necesidad de recurrir al frente nacionalista, por motivos obvios. El frente de Estella habría dejado de existir, según el PNV, tras la ruptura de la tregua de ETA, hace diez años, pero, en la práctica, continuó y continúa operativo hasta hoy día. Si el nacionalismo fue derrotado en las últimas elecciones autonómicas, no se debió tanto a la proliferación de siglas y de estrategias distintas en su seno, como a la ilegalización de los partidos ancilares de ETA.

La persistencia del frentismo es un hecho. Casi una fatalidad para el PNV, cuyo regreso al Gobierno autónomo vasco pasa obligadamente por la reconstrucción de una mayoría electoral nacionalista. No puede, por tanto, renunciar a una estrategia diseñada, en su origen, por ETA. Previsiblemente, su aproximación al gobierno socialista, que por ahora se limita a un cínico apoyo al proyecto de presupuesto a cambio de concesiones económicas, derivará más temprano que tarde hacia presiones propiamente políticas para facilitar la recomposición de una izquierda abertzale, aunque quizá no a través del modelo clásico de los «procesos de paz», que sólo han favorecido a la banda armada. Lo que parece evidente es que el PNV no puede descuidar el mantenimiento de la cohesión comunitaria del nacionalismo ni siquiera a la hora de entenderse con Rodríguez.

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