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Tan lejos de Francia

LA carta de Guy Môquet vuelve, con el inicio del curso escolar, a abrir polémica en las aulas francesas. Y resulta difícil entender, desde aquí, por qué esa polémica es tan importante; el embrutecimiento moral de la política española incapacita para ciertos matices. Aunque en esos matices esté lo único que importa.

La primera medida -como tal planteada y como tal cargada de gravedad simbólica- de Nicolas Sarkozy al hacerse cargo de la Presidencia fue instituir la lectura obligada, en el inicio de cada curso escolar, de la carta testamentaria de Guy Môquet. Menos de un folio. Escrito a lápiz sobre una cuadriculada hoja de cuaderno. La caligrafía es infantil. Pero es que quien la escribe tenía exactamente diecisiete años y medio en la víspera de aquel 22 de octubre de 1941 en que va a ser fusilado. Es el más joven de los veintisiete rehenes ejecutados en Chateaubriant por las fuerzas de ocupación alemana, como represalia por el atentado que acabó con la vida del Feldkommandant de Nantes, Karl Hotz, dos días antes. Môquet caía a mano: estaba ya en la cárcel desde hacía doce meses, así que no había ni que tomarse la molestia de ir a buscarlo. En octubre de 1940, un chaval de dieciséis años había sido detenido por repartir panfletos. Suficiente para ser fusilado a los diecisiete.

Guy Môquet era comunista. Si es que a esa edad alguien puede ser algo. Nicolas Sarkozy tal vez sea el Presidente francés más lejano -y aun más hostil- a cualquier forma de izquierdismo que haya tenido la Francia del último medio siglo. La decisión inaugural de su mandato tomaba, por ello mismo, un claro peso simbólico, cristalizado en la línea final de aquella breve despedida: «los que sigáis vivos, haceos dignos de nosotros, los veintisiete que vamos a morir».

La paradoja gira en su bella complejidad estos días de inicio de curso en Francia. Un Presidente anticomunista consagra la dignidad nacional que recae sobre la figura de un joven héroe comunista de la Resistencia. Y una parte importante de la izquierda escolar francesa se opone a esa liturgia, por juzgarla incompatible con el carácter impecablemente laico de la escuela pública, esa gloria mayor de la República y la más imperecedera, la que teoriza el Condorcet de 1792 («ningún poder público tendrá ni autoridad ni crédito para impedir la enseñanza de teorías contrarias a su política particular o a sus intereses momentáneos») y a la que Lakanal da cuerpo de ley en 1794, sobreponiéndose, dice, a los más mortíferos vaivenes de un Estado en quiebra, para «elevar un templo eterno y sin precedente conocido a todas las artes, a todas las ciencias, a todas las ramas de la industria humana»; esa que culmina en la ley de instrucción publica de 1905. Ninguna orientación, ni moral ni ideológica, debería recibir el maestro de quien gobierna: ni buena ni mala; porque toda orientación que viene del poder, aun la mejor intencionada, se trueca en pésima al ser trasplantada a la escuela. La escuela es un espacio sagrado -el único-, al abrigo de cualquier política y de cualquier partido y de cualquier Presidente.

No sé cuál de las dos tesis que se confrontan estos días en los liceos franceses tiene razón. Lo más verosímil es que la tengan ambas. Porque ambas parten de un territorio común: el de la garantía ciudadana frente a tentaciones intervencionistas de cualquier gobierno. Veo el desguace que hicieron los políticos españoles de la enseñanza en los veinticinco últimos años: la docencia, convertida en una necia pedagogía de valores al correcto servicio del partido dominante. Y no sé qué prima en mí, si la envidia o la vergüenza.

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