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La agenda de la corrupción

MADRID ya no es aquel rompeolas machadiano en el que los provincianos se bajaban del tren con la maleta amarrada con cuerdas de esparto, sino un gigantesco altavoz mediático cuyo eco se oye en todos los rincones de España. Aunque el Estado de las autonomías ha acumulado en su estructura fraccionaria el poder real, el de la distribución de recursos, su atomizada clase dirigente vive enclaustrada en las placentas de sus nidos taifales; Madrid aún impone la agenda y centraliza las prioridades. Los políticos saben que las elecciones se ganan en lo que antes se llamaba «las Españas», donde reposan los votos de las mayorías silentes, pero la opinión pública se cuece al fuego de la capital y se digiere en restaurantes de cuyos reservados sale cada tarde una conspiración, un manejo, una intriga.

En toda España abundan casos de corrupción capaces de constituir monumentales piedras de escándalo, pero el PP se está abrasando en la trama Gürtel porque entre el Gobierno y Garzón cebaron la bomba en la Audiencia Nacional y luego la lanzaron sobre la Corte como una bomba de racimo. La onda expansiva llegó desde Madrid a Valencia y despatarró al poder autonómico; si el trayecto hubiese discurrido al revés apenas habría pasado de un displicente chascarrillo de sobremesa. Camps comenzó a tambalearse porque en su afán soberbio dejó de hacerse los trajes en Puebla y se fue con malas compañías a una mediocre sastrería de Serrano. Por lucir palmito capitalino se dejó el forro al aire y ahora no hay quien lo saque de las portadas.

En cambio, tramas como las de Estepona o Mercasevilla, con palmarios indicios de financiación ilegal que de haberse producido en Pozuelo causarían una convulsión de primer orden, permanecen en la penumbra velada de la España profunda. De Baleares emerge el hedor retroactivo de un nauseabundo pozo de miserias. La Cataluña burguesa y biempensante anda estremecida por el caso Millet, que retrata el establishment barcelonés y desnuda la trastienda del nacionalismo convergente y el socialismo pijo como en una novela de Mendoza, de Montalbán o de Agustí, pero Madrid vuelve la espalda a todo este crapulario porque no incide en su prioritaria lucha de clanes. Hasta el mismo Chaves se pasó veinte años en Andalucía ejerciendo como señor de horca y cuchillo a sus anchas y sólo le llegó la humareda del escándalo cuando se sentó como vicepresidente en el polvorín cortesano.

La corrupción es un problema transversal que desangra la vida pública española y pone en crisis la confianza ciudadana en sus dirigentes, pero su impacto en la opinión pública está relacionado con la agenda de los círculos de decisión, un conglomerado político y mediático en perpetua batalla por la influencia y el poder; ese poder que pese al desarrollo de la España de las autonomías sigue siendo la primera industria de la Corte.

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