De poetas y liturgias
Aún nos corren las lágrimas tras haber acompañado con la última palabra y el postrer silencio a nuestro poeta más acendrado y longevo José Antonio Muñoz Rojas. Se nos estaba callado los últimos decenios en Antequera donde había oído las primeras voces, auscultando amaneceres y ... atardeceres, recogiendo la voz y la llama de «Las cosas del campo». Nadie como él ha adivinado todas las irisaciones y formas, que la luz y el silencio, los chopos y los olivos, pueden tener en campo abierto. Y sin embargo nada más lejos de él que un fácil ruralismo de la naturaleza inmediata. Desde la Casería a Antequera y de Antequera a Madrid, hasta llegar a Cambridge fueron sus pasos y sus pasiones. De ahí que fueran tantas esas lecturas y amistades, que nos ocultaban sus textos aparentemente tan sencillos pero tan humanamente saturados desde esa humildad que sólo cede al peso de la verdad y de la vida.
Años del Colegio del Recuerdo en Madrid, donde hace amistades que serán perennes: Dámaso Alonso y José Luis Aranguren. Con ellos subirá a Gredos, para participar en las Conversaciones que dirigía don Alfonso Querejazu y que fueron fermento de esperanzas y libertades hispánicas a lo largo de veinticinco años. De aquella estancia es un texto suyo, desconocido para casi todos sus editores y lectores: «Carta al P. Querejazu sobre la perfección cristiana». La mejor poesía inglesa del XVI con J. Donne y del siglo XIX con Hopkins, a la vez que otros textos como el «Pilgrims progress» de Bunyan, rezuman allí humanismo y fe, para concluir con humor y holgura: «No quisiera acabar, don Alfonso, sin una frase de Gracián, ya que entre jesuitas y poetas sigue el juego que en alguna manera puede servir de alivio a este escrito, demasiado largo para carta y demasiado corto para comunicación; y en todo caso suficiente para su paciencia y es aquella de que la perfección hay que sazonarla con algún venial desliz. «Sazónese la perfección con algún venial desliz», dice Gracián». A su entusiasmo por Machado y Unamuno, de los que era diario lector y memorioso recitante, se unió su empeño de traductor de esos poetas ingleses, tan metafísicos y tan religiosos. El triángulo: Andalucía, Castilla, Inglaterra, circunscribió su vida. ¿No fue todo un símbolo el que le acompañara en las últimas horas su amigo, el benedictino de la Abadía de Ampleforth, D. Milroy?
Por los mismos días la ciudad de Ávila otorgaba el premio Teresa de Jesús a otro gran poeta, Ángel García López, que desde hace cuarenta años ha sido una presencia acogedora y generosa para la poesía nueva. Desde los años en los que ganó el premio Adonais hasta hoy ha cultivado todos los géneros, ritmos y metros de la poesía con perfección y fidelidad admirables, con humildad y sin estruendo alguno, similares a los que fueron el tono y timbre de José Antonio Muñoz Rojas. Yo no recordaba a Ángel, pero al encontrarnos en Ávila el pasado día 8 me saludó con esta pregunta: «¿Pero no te acuerdas de Alba?» ¿De qué Alba debía yo acordarme?
En la Pascua de Resurrección, a finales de marzo de 1970, se reunían en el Monasterio de Madres Benedictinas de Alba de Tormes un grupo de 22 personas, convocadas y presididas por el cardenal Tarancón junto a su báculo de madurez el P. Martín Patino. No se trataba de ningún contubernio político, sino de algo más recoleto y sereno: un encuentro de poetas, liturgistas, biblistas y teólogos. A la cabeza del grupo estaba un jesuita eminente el P. L. Alonso Schökel, el gran maestro de la poesía castellana y hebrea, que se había propuesto una obra gigantesca: verter toda la Biblia del hebreo y griego castellano, ordenando los textos del Misal y del Breviario. Previamente había editado en aquella sencilla pero adelantada editorial de Afrodisio Aguado, dos volúmenes de: Poesía española I: 1900-1925; II: 1925-1950, en la que muchos españoles nacimos a la poesía como palabra en llamas y a la belleza como destello de eternidad. Junto a ésta había publicado otra obra de carácter pedagógico: «La formación del estilo», manual obligado de cuantos adolescentes y jóvenes tomaban la pluma para emprender la aventura de escribir.
En la reunión de Alba estaba en juego algo trascendental: la que yo llamaría «transición litúrgica», tan importante y más que otras transiciones nacionales. De cómo oren un pueblo y una iglesia dependen muchas de sus decisiones fundamentales; de cuáles sean sus celebraciones y cánticos penden su alegría y su esperanza. Un pueblo que no canta su historia y no retiene la memoria de su grandeza o de sus abismos termina hundido en la tristeza y desesperanza. San Agustín recuerda en las Confesiones la sorpresa que le produjo la liturgia de la iglesia de Milán: «Entonces fue cuando se instituyó que se cantasen himnos y salmos, según la costumbre oriental, para que el pueblo no se consumiese del tedio de la tristeza» (9.7, 15).
El objetivo de la reunión de Alba de Tormes era preparar una edición de los libros litúrgicos, introduciendo himnos y lecturas en castellano, con música propia de nuestra tradición que vendrían a sustituir los himnos clásicos heredados de esa tradición latina, que se remonta a San Ambrosio. Para misión tan bella como ardua estaban presentes los jesuitas: L. A. Schökel, J. Mateos, J. B. Beltrán, J. L. Blanco Vega y J. M. Patino. Junto a ellos músicos como A. Bernaola, teólogos como O. González de Cardedal y los poetas, que eran mayoría: L. F. Vivanco, L. Rosales, F. Muelas, L. L. Anglada, A. García López, A. Albalá, C. y A. Murciano, A. Canales...
El resultado de aquellos encuentros pertenece a las conquistas más silenciosas pero más decisivas para la iglesia y la cultura española, a esas revoluciones que, como decía Nietzsche, vienen con pies de paloma, y por ello pocos las perciben. Que millones de españoles puedan oír la misa dominical o diaria en un castellano vivo, locuente, dúctil, y que esos mismos encuentren en su «Libro de horas» poemas que con entero realismo traduzcan su alma delante de Dios, otorgando todo aliento al dolor o a la acción de gracias, a la alabanza o al requiebro, es una conquista de la conciencia hispánica más decisiva que otras gestas altisonadas.
Esto llevó consigo otro gran logro: el rescate y reconciliación de muchos poetas, porque a esa divina liturgia fueron integrados no sólo los sonetos, liras, o endecasílabos de los consagrados: Lope, Juan de la Cruz, Fray Luis, Calderón, Quevedo o Góngora, sino los modernos, en explicitud católica unos y otros en aquella lejanía que anhela creer y clama por llegar a Dios. ¿Es baladí que hayan pasado a la oración de la iglesia García Lorca, Unamuno, Machado, Guillén, Vivanco, Gamoneda... o el presidente del Congreso de los Diputados por un partido de izquierdas, Adelardo López de Ayala? Máximo honor se ha hecho a su palabra convirtiéndola en medio de acercamiento de los hombres a Dios. Si gloria de un poeta es que el pueblo cante las coplas sin saber cuál es su autor, suprema gloria es para él que el pueblo rece a Dios con palabras suyas, que ya no sabe quién las creó.
¿Qué habrá pensado don Miguel de Unamuno, a quien la autoridad romana puso dos de los suyos en el Índice de libros prohibidos, al ver que ahora los orantes españoles podemos revivir con él el himno que redactó mientras, paseando al lado del Tormes, veía espejarse en sus aguas, las torres y los álamos?: «A la gloria de Dios se alzan las torres/ a su gloria los álamos,/ a su gloria los cielos, / y las aguas descansan a su gloria/ (...). El reposo reposa en la hermosura/ del corazón de Dios, que así nos abre/ tesoros de su gloria./ Nada deseo,/mi voluntad descansa,/ mi voluntad reclina/ de Dios en el regazo su cabeza/ y duerme y sueña.../Sueña en descanso/ toda aquesta visión de alta hermosura».
Si Dios nos ha dado su mejor Palabra, nosotros tenemos que dirigirnos a él con nuestras palabras mejores. Él se las merece, y al proferirlas nosotros en oración nos volvemos también mejores, más transparentes y serviciales. Poesía y liturgia son dos ejercitaciones excelsas de la vida humana. Sin cantar y celebrar no podemos vivir; para hablar basta la prosa, para cantar es necesaria la poesía.
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