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«Rebecca»

Daphne du Maurier. Traducción de Fernando Calleja Gutiérrez. Galaxia Gutenberg (Barcelona, 2009). 480 páginas. 19 €.

«Rebecca»

«Ayer volví a Manderley» es, como «Tenía una granja en África», uno de los comienzos más populares de la historia del cine. Sin duda la «Rebeca» de Hitchcock ha suplantado, casi anulado, a la «Rebecca» de Du Maurier . No en vano la obra que nos ocupa ha estado largos años ausente de las estanterías y los catálogos. La versión que consagró el uso de jerseys con botones simplifica y suaviza las aristas de la novela, convierte un disparo al corazón en un empujón desgraciado y reduce a una cuestión de justicia real el difícil dilema que debe afrontar la protagonista, prescindiendo del retorcido y abigarrado mundo interno de la Señora De Winter. Ambas miradas coinciden en la omisión del nombre de la protagonista, borrado por el perenne recuerdo de la difunta Rebecca.

Excelente novelista

Du Maurier no lograría sus méritos si no fuera una excelente novelista. Aunque parezca que la novela avanza con el sosiego de un caudaloso río británico, no es así. Está llena de pequeños giros, de minúsculas trampas, escondidas bajo la abrupta voz de la narradora . La autora sabe detener el tiempo, ensancharlo en las páginas más significativas. Así ocurre en la crucial escena del vestido, cuando ella, empujada por la maléfica Danvers, repite el traje de la añorada Rebecca. Conocemos la trascendencia de la escena por la demora, porque escuchamos incluso el roce de la tela contra la piel.

La autora conoce Manderley como si fuera su propia casa. Consigue que el palacete donde transcurre la acción sea un personaje más. Un coprotagonista asfixiante y absorbente, correlato de la mente enferma de Rebecca de Winter y su depravado séquito. No es, sin embargo, una obra perfecta: en las últimas páginas alarga innecesariamente la llegada de una conclusión ya conocida, debilitando el suspense que con tanta precisión había creado.

Rebecca es, además, la reivindicación de un asesino. La habilidad de la autora logra que el lector se sitúe a favor de un criminal , de un hombre siniestro y soberbio cuyas desventuras sólo conoce por la voz de su cónyuge. Es tal la proximidad que alcanza con la fragilidad de la cándida esposa que el mérito, por la simplicidad de su ejecución, parece carecer de importancia. En el fondo no reivindica tanto la inocencia como algo mucho más atrevido y discutible: la impunidad de ciertas clases sociales: «Ocurra lo que ocurra –pensé-; la vida continúa igual; hacemos las mismas cosas y seguimos celebrando nuestras pequeñas ceremonias para la comida, el sueño y el aseo. No hay crisis capaz de quebrar la corteza de lo habitual». La conclusión es, dependiendo de la perspectiva del lector, feliz o amarga, justa o discriminatoria. La defensa de la tradición y de la moral se sitúa, en cualquier caso, por encima del cumplimiento de la ley. Du Maurier evita el abuso de azar gracias al reconocimiento explícito de la carambola , lo que convierte a una pirueta argumental en una reflexión sobre la justicia. Y todo ello es culminado con un desenlace quebrado, casi abierto, que permite la entrada de lo sobrenatural.

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