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Uzbekistán Embajada a Samarcanda

Uzbekistán es un país aislado y desconocido. Una nación sin historia que nunca existió. Desde que plantó aquí sus reales Alejandro Magno hasta que llegaron los rusos en el XIX, no se puede decir que

Uzbekistán es un país aislado y desconocido. Una nación sin historia que nunca existió. Desde que plantó aquí sus reales Alejandro Magno hasta que llegaron los rusos en el XIX, no se puede decir que existiera algo llamado Uzbekistán aunque ahora pretendan emparentarlo con el mítico Reino de Timor el Grande. Fue Stalin quien dibujó líneas fronterizas en Asia Central y al incoherente resultado le adjudicó el pomposo título de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Y así permanecieron semi escondidas Kazajstán, Uzbekistán, Turkmenistán, Tayikistán y Kirguistán. Hasta que el castillo de naipes comunista implosionó y las artificiales repúblicas tuvieron que hacerse cargo de algo que desconocían: un estado.

El Uzbeco es un estado bastante cochambroso. Pero ahí está la vieja capital de Tamerlán, y yo quería perseguir en ella un fantasma. En el puesto fronterizo me registraron a conciencia en busca de heroína afgana, pues si no era para traficar, a qué demonios había venido desde tan lejos montado en una motocicleta. Viajar por Asia Central es al mismo tiempo sueño y pesadilla. Sus gentes son amables y generosas, sus inmensos paisajes un infinito deleite y la ausencia de turismo de masas un respiro, pero sus instituciones y funcionarios están fosilizados en el esquema estalinista.

Según la leyenda, Uzbekistán está en la Ruta de la Seda. Otra bella idealización. Otro mito. No hay tal ruta. Ese nombre identifica un difuso entramado de caminos que enlazaba los distintos territorios comprendidos entre Oriente y Occidente. Pero la ruta murió hace mucho tiempo aunque hoy la quieran resucitar mochileros armados de la guía Lonely Planet. La primera estocada se la dieron los gusanos. Exportarlos fuera de China estaba prohibido, pero al final se contrabandearon en el primer caso de espionaje industrial de la historia. La puntilla se debe a los marinos portugueses. Cuando encontraron un camino marítimo bordeando el Cabo de Buena Esperanza, la ruta de la seda terrestre se llenó de jirones, de polvo, de nada.

Mas nada edificada. El comerció cesó, pero quedaron las ciudades. A diferencia de sus vecinos kazajos, pastores nómadas que jamás construyeron nada más estable que una yurta (tradicional tienda de campaña circular de la estepa), los agricultores tadyicos de los valles fértiles fundaron urbes que llenaron de mezquitas azules, minaretes altísimos y mausoleos inmensos. Y también un poderoso reino. El de Timor, el Gran Tamerlán, quien en menos de diez años se hizo con Irán, Irak, Siria y la zona éste de Turquía. Sus victorias sobre el Imperio Otomano justificaron la asombrosa visita de un extranjero llegado de muy, muy lejos. Del reino de Castilla. Ese extraño visitante era el fantasma que yo perseguía.

La Ruta de la Seda me llevará entre baches y arena a Jiva, cerca de la frontera con Turkmenistán, un cadáver exquisito. Desalojada la población, los rusos la convirtieron en un museo de piedra. Sus preciosos edificios islámicos y sus límpidos estanques no retienen la vida. Es un decorado. Por eso agrada más la populosa actividad de Bujara, en el centro del país. Urbe fea y moderna, guarda en su interior la inalterada joya de la vieja ciudad musulmana. Puertas labradas, un mercado surcado de pasadizos, una gran mezquita y un estilizado minarete. Lugar único para los propios uzbecos, quienes peregrinan hasta aquí para rezar en sus templos y estudiar en su madrasa.

Y Samarcanda. Entré en Samarcanda de noche. Apenas adiviné sino sombras. Cené las delicias locales: pan ácimo sin levadura, shaslik o pincho moruno de cordero, y hectolitros de te verde. Me alojé en el modesto hostal Bahodir por diez dólares. Duermo debajo de la frondosa parra del patio y al despertar salgo a pasear. La magnificencia de las construcciones me admira. Por algo es una ciudad mítica. Doy una vuelta por el Registán, plazoleta situada delante de la Gran Mezquita, de una belleza espectacular y tranquila. Apenas un par de trotamundos franceses y algunos corruptos policías que venden a 10 euros su permiso para subir al minarete.

Me aborda un joven. Habla un correcto inglés. Estudia idiomas en la universidad. En verano trabaja como guía turístico. Le digo que sólo me interesa algo muy concreto, un fantasma. Si lo conoce y me enseña algún vestigio, escribiré su nombre y teléfono en un periódico de mi país. «De acuerdo», acepta el reto. «Busco las huellas de un embajador español que vino aquí en el siglo XV»... Busco el espectro de González de Clavijo.»

En 1403, Rui González de Clavijo fue enviado a Asia Central por Enrique III, Rey de Castilla. Su objetivo era lograr una alianza con Tamorlán para luchar contra los turcos. Un viaje que aún hoy intimida por su dureza y riesgo. Cuando apareció tan inesperado viajero en su corte, Timor lo recibió con agasajo y pompa. Al chaval se le iluminan los ojos. «Sí que hay algo», afirma. «Una calle». No es fácil localizarlo, pero ahí está, en un callejón de no más de treinta metros. En el muro hay una placa con el nombre de Rui Gonsales de Klavixo. Así que era cierto después de todo. Algo en Samarcanda recuerda todavía que hace más de quinientos años vino por aquí un español.

La embajada fue un fracaso diplomático. El éxito fue el propio viaje. Tamaña gesta le sobreviviría. Su libro, Embajada a Tamorlán, es un hito de la literatura medieval. González de Clavijo logró llegar hasta aquí y ademas regresar.

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