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Cuando los mundos chocan

Hace apenas unos miles de años, a muchos billones de kilómetros de distancia, dos grandes cuerpos rocosos (uno del tamaño de nuestra Luna, el otro igual de grande que Mercurio), se precipitaron uno contra otro en una colisión de tremendas proporciones. El impacto destruyó por completo al menor de los dos cuerpos, vaporizando al instante ingentes cantidades de rocas y lanzando al espacio inmensas columnas de lava y minerales. Ahora, el telescopio espacial Spitzer ha sido capaz de reconocer la «firma» de esas rocas fundidas y vaporizadas. Y también la de otras piedras de lava (sólidas) que se enfriaron y se convirtieron en la clase de minerales que los geólogos llaman tectitas .

«La colisión tuvo que ser tremenda y a una velocidad increíblemente alta para que las rocas se hayan fundido y vaporizado así», asegura Carey M. Lisse , del Laboratorio de Física Aplicada de la Universidad John Hopkins y autor de un estudio al respecto que se publicará el 20 de agosto en la revista Astrophisycal Journal . «Se trata de un raro y corto evento que, sin embargo, resulta crítico para la formación de panetas terrestres y lunas como la nuestra. Somos muy afortunados por haber visto uno de estos eventos, que además sucedió hace no mucho tiempo».

Así se formó la Luna

Lisse y sus colegas aseguran que la colisión cósmica es similar a la que, hace 4.000 millones de años, tuvo lugar entre la Tierra y un cuerpo del tamaño de Marte, tras la que se formó nuestro satélite. «La colisión que formó nuestra luna debió de ser tremenda, suficiente como para fundir la superficie de la Tierra», asegura por su parte Geoff Bryden , del Jet Propulsion Laboratory de la NASA y coautor del estudio. «Los escombros de aquella colisión formaron probablemente un disco alrededor de la Tierra y terminaron por formar la Luna. Se trató de un impacto de la misma escala del que hemos visto con Spitzer. No sabemos si ahora se formará una luna o no, pero sí que sabemos que un gran cuerpo rocoso fue horneado, deformado y fundido».

La historia primitiva de nuestro propio Sistema Solar es rica en esta clase de episodios de destrucción. Los científicos creen que impactos gigantes de este tipo fueron los que «desnudaron» a Mercurio de su corteza exterior, los que afilaron la forma de Urano o los que dieron la vuelta a Venus, por poner sólo unos ejemplos. Esa clase de violencia no es más que una simple rutina cuando se trata de construir planetas. Los mundos rocosos, como el nuestro, se forman y crecen de tamaño precisamente gracias a colisiones e impactos con otros cuerpos de todos los tamaños que son absorbidos y asimilados. En la actualidad, y aunque en menor grado, estas colisiones siguen existiendo, tal y como demuestra la caída, hace apenas unas semanas, de un objeto en el polo sur de Júpiter.

Constelación del Pavo

Pero las observaciones de Lisse y su equipo han ido mucho más allá del sistema planetario en el que vivimos. Los científicos miraron y estudiaron HD 172555, una estrella muy jóven (de apenas unos 12 millones de años, frente a los 5.000 millones de años del Sol) y situada a unos cien años luz de distancia en la constelación del Pavo , en el hemisferio sur. Los investigadores utilizaron el espectrómetro del Spitzer para descomponer su luz y hallar las huellas características de los elementos químicos que forman la estrella. Una tarea rutinaria y que se lleva a cabo sistemáticamente con miles de estrellas desde hace décadas. Pero en el espectro de HD 172555 encontraron algo muy extraño. «Nunca había visto antes nada parecido -asegura Lisse- . El espectro era realmente poco común».

Tras un análisis detallado de los datos, Lisse y su grupo identificaron silicatos que eran, en esencia, cristal fundido. Un tipo de material que en la Tierra se puede encontrar en las tectitas. También identificaron una gran cantidad de monóxido de silicio en órbita alrededor de la estrella, un gas que se formó al vaporizarse las rocas debido al calor del impacto. Por último, los astrónomos también encontraron gran cantidad de escombros rocosos, los restos materiales de la colisión planetaria. Las cantidades de polvo y gas observados sugieren que la masa combinada de ambos objetos debió ser más del doble de la de nuestra Luna.

También sus velocidades tuvieron que ser tremendas. Según los cálculos, ambos cuerpos avanzaban a una velocidad relativa (del uno con respecto al otro) de unos diez km por segundo en el momento del impacto. O lo que es lo mismo, a más de 35.000 kilómetros por hora. Spitzer ha sido testigo antes de otras colisiones entre asteroides, pero nunca de un impacto de estas proporciones, ni tampoco de uno protagonizado por dos cuerpos que viajaran a tales velocidades.

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