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ETA, medio siglo de barbarie

La banda terrorista ETA ha cumplido 50 años. En 1968 reivindicó su primer asesinato y ya ha matado a 828 personas, pero no ha podido con la fortaleza del Estado de Derecho

ETA, medio siglo de barbarie

Se cumplen 50 años del nacimiento de la banda terrorista ETA cuando casi han pasado 35 de la muerte de Franco. Ya sólo este dato demuestra que no toda la oposición al franquismo era democrática —en el caso de ETA se oponía al totalitarismo del régimen un totalitarismo aún peor— y que el objetivo de la banda, el mantenido inamovible a lo largo de cinco decenios, no era acabar con la dictadura sino la imposición violenta de la independencia del País Vasco, una independencia (como se sigue pretendiendo hoy) obsesivamente contraria a las libertades y los derechos humanos.

Es cierto que la banda, que nace de una escisión de las juventudes del Partido Nacionalista Vasco, comienza su andadura dominada por la confusión ideológica: una mezcla de imitación de los «movimientos de liberación nacional» del Tercer Mundo y de puré intelectual clerical. Pero cuatro años después, comenzado ya su activismo violento, la proximidad con el comunismo era la mayor seña de identidad de la banda terrorista ETA más que cualquier otro contenido ideológico. En la III Asamblea (primavera de 1964) la «lucha armada» (es decir, el terrorismo) está en la columna vertebral de la banda, se cuela como un tumor en su ideología y da pie a una espiral de barbarie que aún no ha terminado.

Primer asesinato

Una bomba en San Sebastián en junio de 1960 terminó con la vida de una niña que no había cumplido dos años. El año siguiente ETA intentó descarrilar un tren de veteranos de guerra. El hecho de que el primer asesinato reivindicado fuera, en 1968, el del guardia civil José Ángel Pardines, ni borra los anteriores actos violentos ni los cientos de asesinados y los miles de amenazados justifican que, a estas alturas, se convierta en cuestión fundamental determinar la fecha del primer atentado.

El hecho es que, en toda su historia, las discusiones internas de la banda han sido ganadas por los más radicales: en la Asamblea de 1965 los etnolingüistas y los obreristas por los partidarios de la violencia similar a los movimientos de «liberación nacional», en 1966 y 1967 los obreristas eran ya «españolistas» y la primera escisión, frustrada después por la imparable tendencia al terrorismo, vuelve a triunfar el radicalismo más violento. Las nuevas escisiones (ETA VI, es decir, los que se consideraron vencedores de la Asamblea de 1970 y los que, no reconociendo aquella, celebraron la sexta en 1973) sólo conllevan el viaje de los disidentes a pequeños grupos de la extrema izquierda y la permanencia en la banda de una doctrina terrorista: el asesinato del policía Melitón Manzanas en 1970, el atentado de la calle Correo en 1973, el asesinato de Carrero Blanco al final de ese año, etc.

Actividad violenta

En esos años se fraguan dos falsedades que han ayudado a la permanencia de la barbarie durante medio siglo. La primera, la que ha venido sosteniendo la imposibilidad de vencer a la banda. El asesinato del almirante Carrero Blanco ayudó, en el imaginario de mucha gente, a atribuir a ETA una capacidad técnica y operativa que resultaba tan sorprendente que muchos, atónitos, especularon con apoyos conspirativos. El de Manzanas, un policía sin duda odiado, paradigma de la represión de la dictadura, sostenía el mito del apoyo social de su actividad violenta, que implicaría también su invencibilidad, la idea, largamente difundida, de que, en todo caso, el resultado de la batalla del Estado (el del régimen franquista entonces, el democrático después) contra ETA sería el «empate infinito».

La segunda, fundada en la primera, no es otra que la «necesidad» de acudir a la represión ilegal o al terrorismo de Estado que le han dado a ETA, en este medio siglo, sus mejores momentos, el más serio aire para que siguiera respirando.

Tras el asesinato de Manzanas, la represión brutal y generalizada, la burda ficción del juicio de Burgos y las condenas a muerte. Años después, los GAL, el terrorismo clónico y su reguero de muerte. Se hería así más la decencia y el Estado de Derecho que a la banda, por mucho que se aparentara esto último y que se dificultara provisionalmente su actividad asesina: el Estado indecente y herido era su mejor caldo de cultivo.

Constitución democrática

Entre uno y otro episodio Franco había muerto y la Transición había dado paso a la Constitución democrática y al Estado de las Autonomías. Tras el atentado de la calle Correo, ETA se había escindido en dos: ETA militar y ETA político-militar. Ninguna de ambas ramas renunció a la violencia en aquel momento aunque esta segunda, mayoritaria al parecer en número de personas, subrayaba más que la primera los otros «frentes» (político, económico y cultural) establecidos en la V Asamblea y todos, como es lógico, al amparo del terrorismo.

Fue ETA p-m la que aceptó la amnistía y se disolvió para formar el partido Euskadiko Ezkerra, aunque la decisión fue contestada por buena parte de sus bases que volvieron a la ETA primigenia que no era exactamente ciega a los cambios que se habían producido, sino que, como desde sus orígenes, no era precisamente la democracia y la libertad su objetivo, sino la dictadura nacionalista. En la etapa democrática, los asesinatos y atentados, lejos de disminuir, aumentaron: el secuestro y asesinato de José María Ryan, ingeniero jefe de la central nuclear de Lemoniz, el primer atentado con coche bomba en Madrid, el artefacto que asesinó a 12 guardias civiles, el atentado de Hipercor, etc., son algunos de los hitos de su continuada actividad criminal.

Militares, guardias civiles, políticos de los distintos partidos constitucionalistas han venido siendo las víctimas principales aunque la espiral de la barbarie fue llegando a todos los ciudadanos: el abandono del País Vasco ha alcanzado, en este sentido, cifras que producirían escalofríos en cualquier otro lugar del mundo.

Organización mafiosa

ETA se fue, asimismo, convirtiendo en una organización cada vez más compleja, mafiosa, en la que los pistoleros eran sólo una parte de su imponente hidra criminal. El Estado democrático tardó en responder adecuadamente a esta gravísima realidad y lo hizo presionada por la avanzadilla —las organizaciones cívicas y constitucionales— de una sociedad cercana al hartazgo.

De ahí surgieron los pactos entre partidos para combatirla más adecuadamente: desde el de Madrid en 1987 al Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo de 2000 pasando por otros (como el de Ajuria Enea) y por una escalofriante trayectoria violenta.

Es imposible reseñarla aquí como merece pero algunos hechos: los asesinatos de los políticos Miguel Ángel Blanco y Fernando Buesa, el del periodista José Luis López de la Calle, el secuestro interminable de José Antonio Ortega Lara, etc, conmocionaron a una sociedad que iba dejando a un lado su asustada debilidad y recomenzaba una batalla que, por fin, reconocía a las víctimas.

En el trayecto, desgraciadamente, el nacionalismo vasco ha pretendido obtener alguna ventaja política de la promesa de que, con ello, se conseguiría el fin de la violencia terrorista. Cada vez, además, más pasmosamente indisimulados como el Pacto de Estella, que incluía la exclusión de los no nacionalistas, o los reiterados Planes de Ibarretxe que se oponían abiertamente no sólo a la Constitución, sino al sistema constitucional mismo. Y los partidos constitucionales, más a menudo de lo que ahora se considera conveniente, han querido ver síntomas de que, en el seno de la banda, podrían existir los resortes internos precisos para conseguir el abandono del terrorismo. Los intentos de diálogo o de negociación han estado presididos por esa idea, tan equivocada como las anteriormente reseñadas. En ETA triunfan y mandan los jóvenes más radicales y totalitarios porque la violencia no es un mero instrumento, que ya sería barbarie, sino la entraña de su ser y de su ideología.

Final dialogado

Ningún intento de «final dialogado» hubo más sorprendente, por imprudente y falto de consenso, que el llamado «proceso» iniciado por el presidente José Luis Rodríguez Zapatero cuando llegó al poder en 2004. Este, como no podía ser de otro modo (por la voracidad totalitaria de la banda) terminó con el atentado de la terminal 4 del aeropuerto de Barajas en Madrid y dio paso a otra serie de atentados hasta ayer mismo en Mallorca.

El balance son 850 muertos, miles de heridos y amenazados, decenas de miles de desplazados, haciendas destrozadas, miedo y espanto. Pero no sólo eso: también la amenaza del totalitarismo tras medio siglo de insoportable barbarie. Ahora, al menos, sabemos que la debilidad del terrorismo, la posibilidad de ser vencido sin contemplaciones, se basa en la fortaleza del Estado de Derecho —del que las fuerzas de seguridad son un pilar— y el acuerdo inquebrantable de partidos y ciudadanos. Ha pasado, desde luego, mucho tiempo.

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