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Montesquieu está muerto

¿TE acuerdas? Lo leíste tal vez demasiado pronto para comprenderlo. Pero no lo olvidaste. Tal vez porque, de la dictadura, sólo leer cosas como aquella te ponía al abrigo. Y, sí, tal vez era demasiado pronto para saber que ni aun después te iba a gustar demasiado vivir en esta tierra. Pero no lo olvidaste. Lo has comentado demasiadas veces en clase par necesitar siquiera buscar el libro: «Es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder». Lo más probable es que tus alumnos nunca entiendan por qué esa nadería te conmueve más que otros resonantes manifiestos. Pero, a partir de cierta edad, sólo conmueve aquello que tiende al postulado matemático. Como esa fórmula glacial del Montesquieu al cual en vano comentas en clase; del cual, aún más en vano, has hecho el machacón uso de esos desesperados que se aferran a la bella precisión de las palabras allá donde las realidad niega consuelo. Sí, Montesquieu está muerto y enterrado. La democracia, también. Nosotros.

La línea de fractura en el voto del CGPJ sobre la Ley Aído se ajustó milimétricamente a la raya que demarca a sus magistrados en función del partido que propuso su nombramiento. Es lo más importante de lo que sucedió en la votación del jueves. Fue el verdadero entierro de Montesquieu, que una complacida barbarie anunciara, desde el gobierno GAL-González, en el inicio de los años ochenta. Y eso no escandalizó a nadie; lo cual es todavía más trágico. El jueves por la noche, yo escuchaba a una vocal del gobierno de los jueces dar por sentado que todos y cada uno de sus colegas se habían atenido religiosamente a la «disciplina de voto», a la cual el origen partidista de su nombramiento los ligaba. Lo extraordinario era que exponía eso con la placidez de quien exhibe un mérito. Para nada la desasosegaba la constancia de que un poder judicial cuyos miembros actúan como representantes de partidos políticos, sean éstos cuales fueren, ha dejado de ser un poder judicial, para transformarse en otra cosa: una instancia judicial de los partidos. Y que, conforme al aserto que todos los constitucionalistas juzgan su piedra fundacional, una sociedad en la cual la completa independencia y contraposición de poderes no está garantizada, «ha dejado de tener Constitución». No ésta o la otra. Constitución, en el rigor primordial del término. Porque Constitución e independencia de poderes contrapuestos son lo mismo; y todo lo demás -las precisiones históricamente determinadas de su funcionamiento- es efímero por accesorio.

Yo permanezco en este país, ya lo he escrito, porque he sido lo bastante gilipollas para llegar a la sesentena pobre. Pero sé -desgraciadamente no soy lo bastante gilipollas para no saberlo- que la ausencia de independencia judicial -esto es, de Constitución material- nada tiene de un riesgo abstracto o lejano. Es cada ciudadano en cada instante de su vida el que queda afectado por la falta de un Poder Judicial independiente. Porque es esa independencia, bellísimamente expuesta por el Abad de Siey_s en agosto de 1789 ante la Constituyente, la que garantiza al más indefenso, al más débil de los ciudadanos un respaldo legal más poderoso que el que pueda poseer el más fuerte de los individuos o de las instituciones. Cuando -como sucede en España- los partidos políticos nombran a los miembros del gobierno de los jueces, están erigiéndose a sí mismos en impunes: quien nombra, manda. Y la ley deja de ser igual para todos: los jueces han pasado a convertirse en jueces a la medida. No hay poder judicial autónomo aquí. No hay Constitución. Nadie es legalmente igual a nadie.

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