Reencuentro con la auténtica Metallica
La veterana banda californiana de thrash metal venció a un sonido espantoso y arrasó entre sus fans de siempre
Una sola imagen resume el concierto de Metallica anoche en Madrid: el baterista Lars Ulrich en el escenario del centro de la pista del Palacio de Deportes, rodeado por sus tres camaradas dando guitarrazos y haciendo piña en un espacio de tres metros cuadrados. Ampliando ... la imagen, podía verse cómo la piña era en realidad el Palacio de Deportes entero. Sonaba uno de los clásicos, «Master of puppets», y las 18.000 almas que abarrotaban el pabellón deseaban con todas sus fuerzas irrumpir en las tablas para hacer air guitar espalda contra espalda con sus héroes, de regreso victorioso tras un periplo lleno de peligros por lo avernos de la comercialidad.
Era la primera noche de reencuentro de los madrileños con los Metallica de siempre (esta noche repiten con otro lleno absoluto), una velada que comenzó mal, primero por la mala organización, que provocó un retraso de media hora —rellenada a base de olas del público—, y segundo y más importante, por el sonido. Pero allí no había ganas de amargarse.
Tras los teloneros Mastodon y Lamb of God llegaba el turno de los californianos, creadores de una música que en los ochenta fue uno de los mejores antidepresivos juveniles. Millones de chavales, adaptados o no, encontraron en sus canciones tanta fuerza para salir a la calle a comerse el mundo que las convirtieron en religión, por eso les dolió tanto su giro hacia melodías más suaves poco antes del cambio de siglo. Pero «Death Magnetic», el disco que ayer presentaban, puso la palabra regreso en los titulares.
Terminada la intro de siempre, la sintonía de «El bueno, el feo y el malo», comenzó a sonar «That was just your life», y una gélida sensación se extendió por las gradas. Aquello sonaba como cuando alguien te llama desde un concierto y pretende que lo oigas por su móvil. Abajo se notaba menos, pero lo que llegaba a los pisos de arriba era vergonzoso. El doble bombo lo saturaba todo, y las guitarras apenas eran un susurro. Pero el público, totalmente volcado, demostró que todo suena mejor si se pone voluntad, y además el problema se fue atenuando poco a poco.
Hetfield cantando de esquina en esquina y Trujillo haciendo el neanderthal con su instrumento pusieron el recinto patas arriba con más tralla fresca del último disco, como la cabalgada old school de «All nightmare long», pero se cerró, como era de ley, dando un definitivo vuelco sobre los clásicos —«Master of puppets», «Sad but true», «One» o la cuasipunk «Battery»—, ésos que hacen que uno se lo perdone todo a Metallica.
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