Coágulo en el CNI
LA previsible caída de Alberto Saiz como director pudiera incluso facilitar una mejoría efectiva y estable en los desempeños del CNI. Como casi todo lo que toca, el zapaterismo ha saturado el CNI de ambivalencia y susceptibilidad. Es volver a un tiempo de sospecha. Mala cosa cuando el CNI hace titulares. Lo mejor es cuando sus agentes son condecorados en ceremonia a puerta cerrada, al reconocerse sus servicios al Estado y en la lógica de su quehacer secreto. Algún día sabremos cuántas vidas ha salvado la comunidad de inteligencia de Occidente en la pugna posterior al 11-S y en España, concretamente, en las respuestas al atentado de Atocha. Esa es una lucha que agita sombras, rehúye la luz de lo cotidiano y sólo cae en el efectismo por torpeza o deslealtad.
Lo cierto es que -como dice el profesor Ruiz Miguel en su estudio sobre servicios de inteligencia- el Estado constitucional, en cuanto Estado y en cuanto constitucional, necesariamente tiene que preservar unas áreas reservadas. No eluden ni la luz ni los taquígrafos, pero sí los acotan; admiten el secreto para mejor defender la seguridad de los ciudadanos ante los enemigos -interiores y exteriores- del Estado. Bajo control ejecutivo, legislativo y judicial, para eso existen el CNI y los demás servicios de información. Sí, una democracia, en la Unión Europea y en la OTAN, necesita sus espías, personal muy cualificado, con alta tecnología y fondos reservados.
De los servicios secretos que a cargo del contribuyente recaban información para la seguridad interior y exterior del Estado hay que esperar que operen al margen de los ciclos políticos. En el caso del CESID y ahora CNI, las peores fases han correspondido precisamente a su doblegarse a la confusión conceptual entre Estado, Gobierno y partido en el Gobierno, cuando no a episodios muy heterogéneos que dañan la entereza de lo que han de ser los servicios de inteligencia en el Estado de Derecho. Pero son indudables sus aportaciones positivas y aventajan en mucho a lo que más transciende a la opinión pública. Es, en parte, la naturaleza del secreto, una categoría que suele peligrar cuando tiene anécdota.
Este es un país en el que incluso un vicepresidente del Gobierno -Narcís Serra- tuvo que dimitir por el caso de unas escuchas que implicaban a personal de los servicios de inteligencia. También es un país en el que los servicios secretos en toda su extensión -guardia civil, por ejemplo- han sido y son significativos en momentos de gravedad. El prestigio del espionaje español destaca por su conocimiento de Iberoamérica o el norte de África. Algo tendrá que ver el CNI con la infiltración eficaz en ETA, en la vigilancia del jihadismo en el Magreb o en la actual inoperancia de las mafias o Estados fallidos que tanto beneficio han obtenido del tráfico de pateras.
Es desafortunado que los últimos acontecimientos y el manifiesto malestar en el CNI al renovarse hace poco el mandato de Alberto Saiz hayan deteriorado una vez más su nivel de cohesión interna. Al Gobierno se le supone finalmente predispuesto a dejar caer a Saiz, tal vez esperando para hacerlo a que coincida con alguna turbulencia en el PP. En la nueva fase que se avecina, sería regenerador que el Gobierno consultase a la oposición sobre el nombramiento del director del CNI, del mismo modo que la información de que dispone todos los días la Moncloa debe estar también sobre la mesa del líder de la oposición. El «fair play» es imprescindible para restituir confianza y legitimidad.
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