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El torrente y la roca

NO conozco a ningún tipo capaz de hablar más deprisa y durante más tiempo que Juan Fernando López Aguilar. Carmen Calvo le puede superar en profusión, pero no en velocidad; el candidato socialista es una genuina ametralladora de palabras. Su exuberancia verbal es legendaria; su resistencia al cansancio, portentosa; su desparrame de elocuencia, agotador. Catedrático brillante, cierto mito relata que ganó su plaza por extenuación del tribunal. En descarga de su vicio de verborrea hay que anotar que sólo dice parte de lo mucho que sabe; es sensato, inteligente y bien preparado. La modernidad, tan sintética y sincopada en sus comunicaciones, le ha perjudicado: este hombre habría hecho carrera grande en los tiempos en que la política era un arte de oratoria, aunque más que persuadir al adversario, lo rinde.

Por eso tenía interés verlo debatir con un político austero, sobrio de discurso y suave de maneras como Jaime Mayor Oreja, que es su reverso dialéctico. Parco en palabras y en obras largo, como decía Tirso de los vizcaínos. Contundente y escueto, categórico y frugal. El enfrentamiento televisado prometía: fino estilista contra duro fajador, como rezaban los antiguos carteles de boxeo. La plétora canaria contra la circunspección vasca. Y con tiempos tasados, para que Juan «Facundo» no pudiese imponerse por inundación.

Fue un fiasco porque no debatieron; se limitaron a endilgarse discursos paralelos que podían haber grabado cada uno en su casa. Eso sí, quedaron bien patentes los estilos; uno derramaba atropellados torrentes verbales y el otro entornaba los ojos y paladeaba sus concisas frases para volverlas más rotundas. Rara vez se cruzaron los argumentos, y cuando ocurrió «ad hominem» el socialista salió trasquilado: fue a tachar de franquista a su oponente y éste le recordó, con rocosa voz de terciopelo, que él se jugaba la vida en el País Vasco mientras Aguilar tocaba la guitarra en su juvenil esplendor universitario.

Ambos, que son de lo mejorcito de nuestra escena política, fueron fieles a sí mismos. Uno vertió sin respiro, en impetuoso aluvión, todas las consignas del argumentario zapaterista: sostenibilidad, derechos sociales, guerra de Irak, Obama y la ranciedumbre de la derecha. El otro hablaba despacito y tajante; dejaba resbalar las críticas y golpeaba una y otra vez con el paro como quien descarga un mazo. Alguien ha escrito que parecía una discusión entre un joven tarambana y su padre. Pero ni siquiera discutían; sólo intercambiaban soflamas. Seguramente cada cual convenció sólo a los que tienen más cerca, que por lo general ya suelen estar convencidos. Pero en estas elecciones tan insulsas ya no se trata de seducir a indecisos, sino de motivar a los votantes propios para que no se queden en su casa. Y a tal efecto era difícil competir con los magnéticos forenses de CSI.

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