Jueves, 21-05-09
Para salvar el Escila y el Caribdia entre la España una y la España plural, los padres de la Constitución del 78 echaron mano del término «nacionalidad», sin aclararnos sus dimensiones. Lo que nos ha llevado a una situación cada vez más difícil y, a la larga, insostenible. Pues nación y nacionalidad comparten etimología, pero no contenido. Es decir, se trató de un equívoco. Y de equívocos, como de buenas intenciones, está empedrado el camino del infierno.
«Nacionalidad es la condición peculiar de los individuos de una nación» (Diccionario de la RAE), o sea, el rasgo nacional característico, pero no la nación misma. Algo que viene a confirmar el Artículo 2 de la Constitución, al declarar que Nación sólo hay una, España, «indisoluble, patria de todos los españoles, que reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran.» O sea que las nacionalidades, como las regiones, son parte de la Nación, no su equivalente. Lo que ha ocurrido es que este principio constitucional ha sufrido un desgaste a lo largo de las últimas décadas, al rebajarse el concepto nación -«algo discutido y discutible,» según J.L. Rodríguez Zapatero- e inflarse el de nacionalidad, hasta convertirse en equiparables, como intentó abiertamente el Plan Ibarretxe y trata de legitimar indirectamente algún nuevo estatuto, como el catalán, al reclamar para su nacionalidad el rango de Nación. Pero por muchas vueltas que se les den, Nación y nacionalidad no son lo mismo conceptual, constitucional, política ni históricamente. La Nación tal como hoy la entendemos es un fenómeno reciente. Y revolucionario, al ser hijo de la Revolución Francesa. Antes, se hablaba de pueblo, de patria, de país, para designar un conjunto de individuos con un origen común, la tribu, unidos por parentescos de sangre y asentados en un determinado lugar, a lo que unían una serie de características comunes, como la lengua, la religión y las costumbres. Por encima de ello sólo existía el «Imperio», como el Romano, formado por pueblos muy distintos, en lugares muy distantes y ciudadanía de diferente graduación. Término que en los albores de la Edad moderna se convierte en «Monarquía», que es como los escritores de nuestra Edad de Oro llaman al Imperio Español.
Pero todo eso queda borrado por la Revolución Francesa. La nación deja de ser algo propio de la tribu, del lugar, de la religión y las costumbres, para convertirse en una idea abstracta, pero de enorme atractivo: un pacto, un «contrato social» entre individuos libres, para que todos tengan los mismos derechos y deberes, y no haya sujeto ni territorio privilegiado. La Nación es eso: la utopía igualitaria convertida en melodía constitucional. Uno de los más viejos sueños del hombre, desde que salió del Paraíso, para empezar a ganarse el sustento con el sudor de su frente. Bien lo percibió el ojo agudo de Goethe cuando, tras ver morir abrazado a la bandera tricolor a un soldado francés en la batalla de Valmy, gritando "Vive la Nation!", dice al conductor de su carroza: «Volvamos. Una nueva era ha comenzado.» En efecto, la edad moderna, la era de las naciones, acababa de nacer con toda su carga revolucionaria. Ya no era el terruño, el viejo hogar y las tradiciones patrias lo que hacía girar el mundo. Era la bandera, el símbolo de un pueblo sin diferencias entre sus ciudadanos, la voluntad conjunta de todos ellos de gobernarse según las normas que decidieran dictarse, no según las viejas leyes y los viejos fueros, de los que la constitución hace tabla rasa. Ya nadie es superior a nadie ni hay privilegios de ninguna clase. Los derechos van a estar tan regulados como las obligaciones y las decisiones se tomarán según voluntad de la mayoría. Con lo que la democracia parlamentaria había nacido y Renán podía definir la Nación como «un plebiscito diario», mientras Ortega la celebra con su prosa modernista como «un proyecto sugestivo de vida en común».
He dado este largo rodeo para mostrar que las actuales nacionalidades españolas nada tienen que ver con las Naciones modernas. Bien al contrario, representan un retorno al pasado, una búsqueda entre nostálgica y desesperada de los rasgos originales, de la vieja tribu incluso: la lengua, la fe, las costumbres ancestrales. Basta oírles hablar de «agravios históricos», de «deudas históricas», de «derechos históricos» para comprender lo desfasados que están. Su mirada se dirige al ayer, no al mañana; su contrato social es excluyente, no aglutinante; su ideal está en el pretérito, no en el futuro. De ahí su empeño en destruir la Nación moderna, democrática, revolucionaria, y en barrenar su estructura formal, el Estado, hasta dejarlo convertido en mera carcasa, para poder darle el empujón definitivo, una vez que todos sus poderes y competencias hayan pasado a sus partes. Si repasan lo ocurrido en España durante las últimas décadas se darán cuenta de que ése ha sido el guión de los acontecimientos. En vez de un Estado de las Autonomías hemos construido las Autonomías como Estados. En vez de una Nación de nacionalidades, hemos levantado las nacionalidades como Naciones. En vez de descentralizar el poder, hemos creado múltiples centros de poder, que se disputan los recursos naturales y económicos, como si en vez de ser partes de un todo, fueran rivales entre sí. Y así queremos afrontar la globalización.
Creo que ha pasado bastante tiempo y que tenemos la suficiente experiencia para evaluar con frialdad nuestra trayectoria desde que, por voluntad propia y ayudados por la suerte, decidimos hacernos cargo de nuestro destino. Pero la estación final sigue sin verse clara, al no estar aún determinada. Para determinarla, se necesita que hablemos todos y decidamos lo que realmente queremos. Pero esta vez sin equívocos, pues no se puede negar la Nación española al mismo tiempo que se ordeña al Estado español. Para decirlo con un ejemplo bien plástico y bien reciente: no se puede celebrarse como un gran triunfo ganar la Copa del Rey y silbar a éste. Pero tal esquizofrenia se está imponiendo en España.
Pero el mayor defecto de nuestro Estado de las Autonomías no es que Nación y nacionalidad chocan frontalmente. Es que ni siquiera constituye una Nación moderna, al permitir que unas nacionalidades tengan más derechos que otras, reconocer privilegios del Viejo Régimen (no me refiero al franquista, sino al preconstitucional) y conculcar el principio de igualdad entre todos los ciudadanos. Se trata de un defecto de fábrica de nuestra Nación, al querer cuadrar el círculo de la unidad y de la pluralidad con las nacionalidades, pero que en vez de cuadrarlo, ha desatado un conflicto entre las nacionalidades y el Estado, y entre las nacionalidades entre sí. España nunca será una Nación moderna ni una verdadera democracia mientras mantenga la incertidumbre entre Nación y nacionalidad. Pero ese es un plato demasiado indigesto para los políticos de cualquier color e incluso para el Tribunal Constitucional, como muestra su continuo posponer la sentencia sobre los nuevos estatutos. Una incertidumbre que sólo beneficia a quienes van convirtiendo las nacionalidades en Naciones por la vía de los hechos consumados, ante la cobardía de los políticos y la indiferencia del gran público. Podemos seguir en esa ambigüedad como quien vive sobre una falla tectónica, sabiendo que cualquier día la casa puede hundírsenos bajo los pies. O podemos acabar de una vez con el equívoco, antes de que el equívoco acabe con nosotros.

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